Rememoro con nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
―Hijo mío, soy mayor y me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde.― Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas abiertas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y poco...
La historia es una gran boca que todo lo engulle y que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las enormes olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revoloteando por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, que ella nunca tuvo la oportunidad de conocer.Yo lo hago ya por ti, abuela del alma, desde fuera de La Linde, tal y como te prometí con la mejor de mis sonrisas. Estoy escuchando las impresionantes notas de Así hablaba Zarathustra al recordar en la triste tarde del penúltimo día de este malaventurado 2024.
© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.
30.12.24
Años y años
El Tiempo no vuela, navega
30 de diciembre de 2024Rememoro con cierta nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
―Hijo mío, me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde. ―Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas desplegadas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella, mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y ocho...
La historia es una gran boca que todo lo engulle, que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, y siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revolotean por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, ya que ella nunca tuvo esa oportunidad.
22.12.24
Humanidad, Historia, Hombre.
Era un modesto trabajador, él mismo sabia que con poco protagonismo aunque intuía —sin sospechar— haber tomado una importante decisión que determinaría, y mucho, el devenir de la Historia. Iba cavilando porque, eso sí, quería que su mujer y su hijo no corrieran ningún peligro. Sus conocimientos, aparte de trabajar la madera de cedro, eran muy básicos pero los suficientes para saber más corto el camino que conducía al lugar de nacimiento de su esposa, madre del niño que ésta acunaba en sus brazos, ambos a lomos de un asno comprado a última hora en el lugar donde había parido de cualquier manera la joven, «okupando» temporalmente una más que modesta casucha.
19.12.24
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Correrías por el Orinoco
Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
16.12.24
Miel para moscas
Estaba recostado para ser rasurado y depilado todo su cuerpo. Mientras el barbero real cumplía su misión, el dios, con los ojos cerrados elucubraba y hacía planes de futuro. Acababa de llegar al trono de la tierra de Sekmet y consideraba que había al fin llegado su hora. El cuerpo del dios iba poco a poco siendo desprovisto de todo rastro de vello superfluo; primero era la cabeza, las cejas y pestañas, eliminado todo rastro de impureza. El escribano y consejero Ammyt, servidor de Ra, escuchaba, asentía y escribía en un papiro atento a las palabras del dios. En la cámara real se escuchaba el trino de los pájaros en los jardines y el suave raspado de la hoja de afeitar y las cremas exfoliantes. . Y las palabras del señor de las dos tierras para ser transcritas:
—Sean retirados los vestigios de la reina. Retírense los bustos de la mujer que ejerció como faraón de la Capilla Roja del Templo de Karnak. Prohibida su mención entre uno a otro confín de la tierra negra de Egipto, que desaparezca su recuerdo. Es voluntad de mi divina persona que cualquier alusión escrita o pintada en la sagradas paredes de cualquier templo o estela, muro o pedestal, sea arrancada la piedra o esmaltes que hasta ahora han representado a la reina usurpadora —levantó su dedo índice— y que los dioses la olviden por toda la eternidad y la dejen en la sima del Inframundo. En su lugar se restituya, es mi voluntad y mi orden a los tallistas y pintores o arquitectos, los nombres de mi real padre y mi real abuelo, Tutmosis II y I.
El dios —Tutmosis III— recién ascendido al trono de las dos tierras, abrió lo ojos y ordenó detenerse con un gesto al barbero real. Aún le faltaba ser rasurado y afeitado el resto del cuerpo que el faraón mostraba desnudo sobre la camilla. Miró con reprensión al escriba, quien parecía dudar.
—Mi señor ¿hemos de remover la tumba y arrojar sus restos a las alimañas del desierto? —se atrevió a preguntar el fiel Ammyt deteniendo el cálamo sobre el papiro.
—No —zanjó tajante el dios Tutmosis—. Es mi voluntad seguir las enseñanzas del sagrado Libro de los Muertos; el cuerpo está ya en manos de Annubis, su alma ha sido pesada por Osiris y su destino ha de ser el vagar eternamente en el Amenti. Es el destino de la usurpadora...
—Mi señor y dios de las dos tierras de Egipto... —el escriba sentía la imperiosa necesidad de hablar; bajó la mirada y dejando el cálamo, extendió implorando las dos palmas de sus manos hacia el faraón— si me permite mi señor hacer notar a este humilde siervo...
—Parad, mi buen escriba, tu insolencia me irrita —Tutmosis III hizo un gesto para que el barbero real siguiera el proceso de eliminación del vello corporal del faraón. El pecho del dios, oscurecido por una leve pilosidad, se convertía en una suave piel cuando el barbero lo rasuraba y le ungía con suave aceite de coco del desierto líbico. —Sean mis palabras ley que todo mi pueblo ha de cumplir.
—Pero mi Señor, dueño y dios del alto y bajo Egipto —el escriba humilló la cabeza temiendo la ira por aquella recalcitrante y osada insistencia—. Ha de saber mi señor que el alma humana es, muchas veces, previsible, que las energías en eliminar todo vestigio de memoria, muchas veces es como miel para las moscas y los intentos de obligar al pueblo para olvidarse del enemigo, el pueblo lo considera, por contra, un acicate, y cabe la posibllidad de que el pueblo en lugar de olvidar para siempre, recuerde también para siempre, sin lograr los objetivos previstos.
Se hizo un silencio aplastante en la cámara real del templo de Tebas. El barbero detuvo la cuchilla a punto de comenzar a rasurar el sexo de Tutmosis. El escriba contuvo la respiración. Y el faraón enarcó el lugar que minutos antes habían ocupado las cejas. Parpadeó sin pestañas. Se incorporó y su cuerpo a medias exento de vello refulgió brillante cuando los rayos solares incidieron en su divino cuerpo. Este levantó las palmas de las manos en actitud de hablar.
—No me mueve la venganza hacia la usurpadora Hatshepsut. Nunca ha sido esa mi intención puesto que la venganza es impropia de Nos, los dioses —Tutmosis III, llamado también Menjeperra Dyehuthymose amagó un gesto de condescendencia hacia su ministro escribano para que no tomara sus palabras ni recogerlas negro sobre blanco—. Mi divinidad no necesita la venganza... sino el propio aprovechamiento interesado de la Maldición de su Memoria. Necesito que mi pueblo hable, murmure, cabile, rumíe, difame, ajusten sus cuentas personales entre sí o, en la intimidad, adore y añore a mi antecesora, usurpadora y profanadora de la corte divina de Egipto; que la memoria de la reina que ejerció como faraón de forma blasfema sea como tú mismo has dicho: miel para las moscas; es decir, prohibamos para que el pueblo de Egipto, ignorante, añore y desee. Que el simple recuerdo de la usurpadora Hatshepsut sea la yesca que proporcione del pedernal la llama del odio entre el pueblo para encender los espíritus a favor y en contra. Necesito ese tiempo estéril del pueblo, para hacer a Mi real gusto un pais que extienda los dominios más allá del desierto y de las fuentes del Nilo.
El barbero, sordo y mudo, encargado durante años de rasurar los cuerpos de los dioses y sus esposas reales, así como a los sacerdotes del templo —había sido cercenada su lengua y taponado sus tímpanos para hacerle testigo fiable— tomó con delicadeza el miembro viril de Tutmosis el Conquistador, dios faraón, y comenzó a rasurarlo.
«Tutmosis III, vida y muerte gloriosa»
(Meret-Nefer, cronista de la corte de Amenofis II)
9.12.24
Januká
Fa

La muerte verde
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