4.1.22

Las coordenadas de David

                                         LAS COORDENADAS DE DAVID

Leer una bonita historia es como soñar, pero luego hay que despertarse y la vida..., bueno, la vida es otra cosa.

(Hotel Bruni. Valerio Massimo Manfredi)



   

Joana estaba muy preocupada por su padre. Hacía varios días que había cesado toda comunicación: tanto el correo electrónico como el teléfono móvil habían enmudecido. Y era sumamente extraño que, ya que cada día comunicaba con Pola de Siero para darle cuentas de sus andanzas, hubiera cortado la comunicación con ella.

Hacía casi un mes que su padre estaba en su nosecuántos viaje y aquel silencio era impropio de él, de su forma de ser, incompatible con el cuidado que tenía de, cada vez que salía, mantener a Joana informada. Pero aquel viaje, no sabía muy bien porqué, nunca le había hecho demasiada gracia cuando le contó los planes. No era uno más de los que de vez en cuando solía realizar desde que una maldita lesión en el hombro derecho lo había incapacitado para realizar su trabajo habitual en una explotación de la cuenca minera, así que, una vez conseguida la incapacidad absoluta, le había entrado la vena viajera y le comunicó a su mujer que a partir de entonces se iba a dedicar a lo que siempre había ansiado: viajar, viajar y viajar.

A partir de entonces, desde que su esposa falleció, se dedicó a recorrer los países más cercanos de Europa —Italia, sobre todo—, Suiza y Austria, para más tarde saltar a Turquía y a la India.

De repente, su padre permaneció en casa durante unas semanas, algo que le extrañó, pues no paraba en Pola de Siero más que lo estrictamente necesario para reponerse física y monetariamente, dado que los viajes lo dejaban exhausto. Pero esa vez, justo hacía medio año hizo algún viaje a Madrid, ciudad que odiaba desde que había comenzado a recorrer el mundo.

Cuando le preguntó por el destino de su próximo giro pensando que le diría África, él le salió con que de eso, nada… que ya le diría… que andaba muy ocupado investigando. A Joana le extrañó, porque aunque su padre lo único que había hecho toda su vida era “beberse” las bibliotecas, nunca antes le había visto con esa “calentura”. Y  exactamente entonces, fue cuando comenzó todo el asunto que había culminado con aquellos días de silencio que tanto la escamaban. Cuando partió rumbo al Cono Sur nunca le dio buena impresión ya que le veía alterado, pero no le volvió a preguntar, sólo que era la primera vez que además del maletín con lo estrictamente necesario, esta vez viajaba con un pequeño baúl, que no sabía qué demonios contenía. Pero Joana calló.

Sin embargo ya no podía esperar más. Después de intentar conectar con él por e-mail, y dejarle varios correos en su cuenta urgiéndolo a dar señales de vida, y el móvil repetir una y otra vez “el teléfono marcado no contesta o  está fuera de cobertura”, con los nervios algo alterados, puso en práctica todo lo que había aprendido en la Escuela Técnica, y aunque no era aficionada a mantener correspondencia virtual —de hecho no contaba con ningún contacto— se situó en línea a través de la Intranet de su escuela e inmediatamente puso en marcha un sistema silencioso, activo, a través del cual, milagrosamente la pusieron en contacto con alguien que podría darle señales de su padre. Parecía increíble, pera así era: los datos que aportó dieron su fruto, aunque ni siquiera conocía su destino exacto.

Joana, con el número de teléfono que le había proporcionado su contacto, suspiró profundamente. A pesar de su juventud, la cara ovalada, el cabello cuidadosamente desordenado que le daba un aire despreocupado pues le gustaba vestirse con ropas de boutique y trapitos exóticos que su padre le traía de diversos lugares, quedó citada con la persona que le habían dicho podría saber algo del paradero de su padre.

Así fue: a la tarde siguiente, puntualmente, marcó el número indicado y al otro lado del Océano le contestó la voz de una mujer diciéndole que esperaba su llamada, y que podría darle algunos detalles de alguien que coincidía con la descripción de su padre.

Le advirtió de que no podía garantizar nada, y que la tendría al corriente a medida de que fuese teniendo noticias. Joana le dio las gracias, y aunque la voz del otro lado era melodiosa, aterciopelada, con el característico acento andino, no pudo por menos que notar una cierta dureza en el tono de sus palabras.



Recién acabó la comunicación, la interlocutora ya se estaba arrepintiendo de haberse comprometido a algo de lo que no estaba demasiado convencida: el día anterior se enteró a través de “Gaucho” —cyberapodo de un amigo argentino— que, a través de la Red, se estaban interesando por alguien que estaba o podría estar en un embrollo. Y en aquel mismo momento, la más prestigiosa abogada del Perú —donde fue a parar el padre de Joana—, y una de las más bellas, que prestaba sus servicios para el estado en el Ministerio de Bienes Culturales y Arqueológicos e Históricos, y encargada de redactar las leyes que endurecían los delitos de expolio de los numerosos yacimientos que estaban por investigar para descubrir el inmenso tesoro que se encontraba en todo el territorio incaico. E Izebel Amile Basy, que se consideraba descendiente directa de la nieta de Túpac Yupanqui,  Isabel Chimpu Ocllo, había puesto todo su empeño para que el Congreso de la República aprobara dichas leyes a fin de evitar lo que ya comenzó en tiempos del invasor. Como asesora legal en el INCA (Instituto Nacional de Cultura Andina) trabajo no le faltaba. Sabía cómo una semana atrás se había detenido a un español, que se encontraba en las dependencias policiales de Chiclayo, y de mala gana había accedido a interceder por él, debido a que tenía que asistir al juicio como letrada del Estado. Por ello, mientras volaba hacia el norte, como cada semana, se dio cuenta de que se había comprometido irreflexivamente por uno de aquellos carroñeros a los que tanto odiaba, la mayoría de ellos gringos o, últimamente, españoles emulando a sus predecesores. Pero bueno, se dijo, tampoco había porqué preocuparse, el caso era quedar bien con “Gaucho” que era quien le había pedido el favor, y después de todo a la chica española con la que había mantenido la conversación telefónica tampoco la conocía de nada y no iba a dejar de cumplir con su deber y hacer valer las leyes de la República. El vuelo a Chiclayo era corto, pero cada vez que lo realizaba era cuando ponía en orden sus ideas, haciendo de ella la número uno del Colegio de Abogados de Lima.


     Cinco días del húmedo invierno de julio llevaba Diego Nora Martín en unas dependencias anexas de la Corte Regional de Justicia de Lambayeque, imposibilitado de comunicarse con su hija Joana. Sus nervios, hasta ese día bastante templados, comenzaban a jugarle una mala pasada. Era de complexión frágil aunque siempre había presumido de gozar de una gran resistencia. Muy moreno, en parte por las horas pasadas a la intemperie, hacían de él, a decir verdad por lo que le contaba a Joana cuando recalaba en Pola de Siero, un remedo de aventurero, aunque en aquellos momentos, retenido en Chiclayo, más parecía un Indiana Jones de vía estrecha por el estado en que se encontraba. Procuraba mantenerse en buen estado de presencia física aunque estuviera, como era el caso, en baja forma. 

Las horas pasaban lentamente mientras le instruían el sumario, aunque le extrañaba que únicamente le hubieran interrogado el maldito día que lo detuvieron. Ya estaba comenzando a hartarle aquel embrollo, porque aquello era un maldito lío en el que él solo se había metido sin la más mínima intención de hacer daño.

Cuando estaba sumido en los más negros pensamientos, olvidado del mundo, le anunciaron que al día siguiente iba a comenzar la vista judicial, que tenía derecho a un abogado de oficio, o bien recabar la ayuda de su Embajada. Diego se asustó al escuchar sugerirle la legación, pensando que aquello iba a ser puro trámite y que en la sesión quedaría demostrado suficientemente que era inocente.


Al día siguiente lo trasladaron a la sala de vistas. Una vez iniciada la sesión, el abogado del Estado, comenzó a desgranar las violaciones de la ley: casi todos los artículos del reglamento RS 004-2000, con la agravante de ser extranjero, incluso delitos tipificados en el Código Penal. Mientras, pensaba que aquel individuo sentado, que escuchaba como ausente, iba a ser el cabeza de turco y pagar todas las culpas del expolio que había sufrido su patria desde los tiempos de Pizarro. Iba enumerando con todo el rigor de que siempre hacía gala en las audiencias, los delitos cometidos, cuando en un instante, al volver la cabeza ocurrió algo a lo que no estaba acostumbrado: Izebel Amille Basy se encontró con unos ojos, que la miraban fijamente, los de Diego Nora Martín, en los que por un instante ella —porque ella era la encargada de velar por los intereses del Estado que la pagaba—, sintió reflejarse. Vio en la mirada del acusado la inocencia, la honestidad, la súplica de un ápice de piedad. Desde ese momento, aunque su tono de voz no bajó, Izebel ya no fue la misma. No sabía cómo rebajar el nivel de los cargos que hasta unos minutos antes había enumerado, de tal forma que sin duda sería condenado como si aquel desventurado  le hubiera robado el mismísimo tesoro al Señor de Sipán, cuando en realidad se le había detenido practicando un agujero en una zona arqueológica —aún no explotada—, con herramientas rudimentarias y un instrumento de medición.

En una fracción de segundo Izebel procesó mentalmente toda la información procedente de los “Cuatropiés” —nombre que los peruanos habían puesto, por medio de un divertido juego de palabras, a la Policía Peruana de Preservación del Patrimonio, los agentes encargados de custodiar el legado cultural—, y cuando terminó el turno del abogado de oficio que le había caído en “suerte” a Diego, solicitó del Presidente de la Corte —un viejo profesor suyo de Facultad— un receso de tres horas. Y ese lapso fue suficiente para que escuchase la historia que Diego le narró y causante de la situación en la que este se encontraba:

Diego había asistido, unos meses atrás, a una conferencia en Oviedo, más por el ánimo de matar el tiempo que por el tema en especial —imperio Inca—, impartido por un famoso profesor de antropología en la Universidad de La Rábida. Durante su disertación hizo un recorrido por la civilización andina, de lo que Diego tenía poca, casi ninguna, idea, pero por instantes le fue cautivando. Y recordaba cómo, en mitad de la conferencia, el conferenciante hizo alusión a ciertas “informaciones camufladas… y enamoradas”, que se conservaban en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, y que de buen seguro contenían algunos “secretos” sobre la decadencia del imperio incaico y la “herencia perdida”. Este detalle no le pasó inadvertido y tomó nota mentalmente. 

A los pocos días se encontraba a las puertas del edificio que alberga toda la documentación de la historia de España, desde los Reyes Godos, pasando por la dominación árabe, las monarquías, la unificación de los reinos cristianos y la conquista de América y las Filipinas, “cuando en España no se ponía el sol”, los Edictos firmados por Franco y el panfleto golpista de Jaime Miláns del Bosch y Ussía, hasta el ejemplar original de la Constitución de 1978. 

Dedujo que la documentación sobre el Perú en el Archivo Histórico Nacional sería únicamente la que existiese a partir del 28 de julio de 1821, fecha de la Declaración de Independencia, puesto que la del periodo anterior, miles de legajos que hubiesen salido de los territorios del Gran Perú hasta esa fecha, se encontrarían en el Archivo de Indias de Sevilla. No le fue difícil acceder a los fondos informáticos, pues toda la documentación estaba digitalizada, y a los tres días salió con una carpeta cargada de folios manuscritos por él mismo y documentos escaneados, recopilados en el mismo orden en que los había seleccionado. 

  Ya en Pola de Siero, Joana tuvo que llevarle el alimento a la habitación, porque su padre se enfrascó en los papeles. No se preocupó en exceso porque era su costumbre el documentarse antes de iniciar cualquiera de sus viajes: folletos turísticos, mapas, rutas del país a visitar, dinero, visados, documentación exhaustiva solicitada en las embajadas, Internet… en fin, toda la parafernalia a la que Joana se había acostumbrado. Pero aquella vez era diferente: no se trataba de papeles de agencias de viajes, sino una carpeta llena de documentos escritos en un idioma que no supo descifrar hasta que su padre, que más parecía la figura de Don Quijote en plena fiebre “lectoracaballeresca”, le aclaró que aquella documentación era la llave para abrir el tesoro. Comenzó el estudio en detalle de aquellos documentos, y fue cuando planeó visitar el país del que prácticamente no conocía nada, a no ser la imagen de Machu Picchu que desde tiempo inmemorial lucía descolorida en el escaparate de una agencia de viajes al lado de casa.

  Se concentró pues en las referencias pertenecientes a los tratados de independencia, sin saber muy bien qué estaba buscando; se zambulló en las escrituras de las propiedades de la Corona otorgadas por el último virrey; leyó los rollos de los últimos procesos judiciales celebrados en la Real Audiencia de Lima; y se estremeció, rememorando sus sufrimientos, con el último Auto de fe que la Inquisición había abierto a un desventurado que había osado orar a unos de los antiguos y proscritos dioses del Sol. 

Estuvo a punto de rendirse, pues lo había leído casi todo y temía que tal vez su mente se hubiese desbocado escuchando conferencias y que su imaginación le habría jugado una mala pasada. A punto estaba de abandonar sin esperanza en uno de los últimos papeles escaneados: “Correspondencia y Documentos privados de Doña María Josefa Amalia de Sajonia”. Comenzó a pasar distraídamente los últimos folios bellamente ornados de lo que a simple vista era una colección de cartas. Se entretuvo en leerlas: aburridas, y todas de damas de la corte residentes en Lima y en El Callao. Eran intrascendentes asuntos baladíes, propios de personajes de la alta alcurnia hispano-peruana en busca de entretenimiento, trasmitiendo dimes y diretes. También había algunas hojas con versos donde rezaba “Poesía galante de la Reina consorte Doña Maria Isabel de Braganza”. Entonces a Diego se le encendió una lucecita en su cerebro y recordó las enigmáticas palabras del conferenciante de Oviedo, cuando aseguró que en el archivo histórico se encontraba cierta información “enamorada”. Eso es, sí, eso es lo que dijo. Casi inmediatamente, dio con un folio con las frases de un pequeño poema:


En las santas palabras

Del profeta Isaías

Unas riquezas se hallan

Muy debajo, escondidas:

De la estrella judía

Serán las seis puntas

(Boaz)

Si primero giras

Los tres puntos mágicos

De la cristiana Regina

(Hakim)


Llegó a la conclusión de que estas estrofas se había trasmitido de generación en generación, desde el Inca que reinaba en la Tierra Sagrada del Sol cuando Pizarro holló el Perú, hasta el último virrey que degradó la Tradición indígena y envió en la última valija diplomática este poema como regalo a “Nuestra Señora la Reina, esposa de Nuestro Señor Fernando VII por la Gracia de Dios siendo en Lima el día vigésimo quinto del mes julio del Año del Señor de Mil ochocientos y veintiuno”. Poema, en suma, que habría recibido la Consorte aludiendo al expolio a los incas Amaru Yupanqui, Túpac Yupanqui, Huayna Cápac, Huáscar, y Atahualpa que fue quien debió idear un sistema de preservar los tesoros del Imperio del Sol. La esposa de Fernando VII en tiempos de la independencia peruana era Maria Isabel de Braganza, muy dada a la poesía, quien habría legado a su esposo el Rey su correspondencia más íntima. De ahí que estas cartas y poemitas estuviesen en poder de la segunda esposa del monarca, Amalia de Sajonia.

Comenzó entonces a hacerse una serie de preguntas: si aquellos papeles habían pertenecido a una Reina consorte de España, ¿qué hacían en una armario del Archivo Histórico Nacional, en la sección “Independencia de Perú” en vez de estar, como sería lo lógico, en cualquier estancia del Palacio Real de Madrid o en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso, lugares de residencia de los Reyes de España en aquella época? ¿Porqué, y cuál era la relación, de una simple poesía entre aquella remesa de documentos de la importancia de la Declaración de Independencia del Perú? ¿Qué significaba la alusión a Isaías? ¿Y aquellas extrañas palabras (Boaz, Hakim) en medio de un poema tan claro?

Una llamada a su amiga Rosana Oreal, de Alicante, experta en temas medievo-sefardíes les fue esclarecedora, confirmándole algunos asuntos referidos al escrito en cuestión.

Comprendió también que nadie le iba a regalar nada: además de “enamorada”, el conferenciante había aludido al carácter de “camuflada” de las informaciones, y allí radicaba el misterio que tenía ante si. 

Los párrafos a que hacían referencia la poesía —continuó Diego explicando a la absorta Izebel— pertenecían al Libro del profeta Isaías, aunque tenía su teoría al respecto cuando Izebel le preguntó cómo los incas de 1492 iban a crear un poema basado en Isaías, y él contestó que estaba claro que alguien —conquistador judío o cristiano, o tal vez algún oriundo converso— lo había introducido subrepticiamente, así como la clara referencia a la Reina Isabel la Católica con el fin de enmascarar y ocultar el resultado del enigma.

Los párrafos eran los siguientes: 


Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, Santo, Santo,

Y encima de él estaban serafines; cada uno tenía seis alas

La nada

Entretanto la cabeza de Efraín será Samaria, y la cabeza de Samaria el hijo de Remalías

En aquel tiempo el renuevo del Señor será para hermosura y gloria

La ausencia


Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba

Y voló hacia mí uno de los serafines

El vacío


Entretanto la cabeza de Efraín será Samaria, y la cabeza de Samaria el hijo de Remalías

Y diez yugadas de viña producirán un bato, y un homer de simiente dará un efa

La nada.


Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba

Y voló hacia mí uno de los serafines

La ausencia

Entretanto la cabeza de Efraín será Samaria, y la cabeza de Samaria el hijo de Remalías.

Y les pondrá niños por príncipes, y muchachos serán sus señores

El vacío


Al principio le dio vueltas y más vueltas a los textos de Isaías, fijándose en las claves que aquellas palabras parecían ofrecerle: voces, tres veces santo, serafines, serafines con alas, cabezas, más voces, puertas, viñas, príncipes y señores. Y para colmo, más palabras entremetidas sin sentido: la nada, el vacío, la ausencia. Repetido. 

Tuvo que dejarlo porque se encontraba desorientado sin encontrar sentido a aquel galimatías… así que la mejor opción fue olvidarlo por unos días.

Sin embargo le ocurrió como cuando a un pantano se le abren las compuertas y fluye el sobrante de agua: surgió de su mente la lucidez necesaria para comenzar a ver claro: aquellos versículos del Libro de Isaías, después de releerlos y desbrozarlos, había llegado a la conclusión de que era como un crucigrama de periódico. Casi se cae de la risa, en parte al darse cuenta de que era lo más sencillo que jamás hubiera supuesto: la clave estaba en  la numeración de aquellos versículos. ¡El enunciado carecía de importancia! Las compuertas estaban abiertas: las frases correspondían, en el mismo orden en que estaban escritas, a los siguientes capítulos y versículos:

      6::3  6::2  7:9  4:2  6::4  6::6  7:9  5:0  6:4  6:6  7:9  3:4

No tuvo que remontarse a Eratóstenes ni a Hiparco de Nicea, los primeros que dividieron la Tierra en meridianos y paralelos, ni a Ptolomeo, autor del Atlas del Universo, para saber que aquellas eran, simple y llanamente las coordenadas de tres puntos colocados en grados y en minutos, en latitud y longitud. 

Diego continuó explicando a la ya entusiasmada Izebel que en aquellas cifras —le encantaba la cabalística— encontró, no sin alguna dificultad, la cadencia correcta. Puesto que el Libro de Isaías contaba con 66 capítulos, el autor de la clave se había limitado a repetir los versículos que marcaban las coordenadas más allá del grado o minuto 66 del meridiano terrestre. Algún esfuerzo complementario le costó deducir que las palabras “la nada, la ausencia, el vacío” eran los segundos, es decir, cero segundos en las tres coordenadas, necesarios para determinar exactamente los puntos, puesto que un segundo equivale, aproximadamente, a treinta metros. 

Todo lo tenía comprobado sobre el papel, ya que colocadas en este orden respectivamente, una vez conocido el lugar, ya sabría si había acertado o tendría que volver a empezar. Pero otro secreto había quedado desenmascarado sobre el papel milimetrado: eran los tres puntos de un triángulo equilátero.

¡¡¡Eureka!!! Lo tenía. Después de aclararse un poco, lo resolvió como si fuera un pasatiempo del diario de su provincia La Nueva España, de Oviedo. Lo tenía. Le parecía mentira. Sonreía al pensar en todas las horas pasadas mirándose el dedo en lugar de a la luna. Ahora estaba casi seguro de lo que aquellos dígitos le estaban transmitiendo: 


             

   6º32’00’’S 79º42’00’’O  

6º46’00’’S 79º50’00’’O  

6º46’00’’S 79º34’00’’O



Miró un simple mapamundi escolar: El Perú.

Diego acabó de contar lo acaecido hasta aquel momento. El receso judicial había concluido.

—No acabo de salir de mi asombro— la abogada peruana estaba absorta ante aquella historia que tenía ciertos visos de realidad—. Es increíble que hayamos estado más de quinientos años sin tener el más mínimo indicio del escondrijo de este posible tesoro. 

Así pues decidió llegar a un acuerdo con Diego: recusar al abogado de oficio y asumir ella misma la defensa. De acusadora se convertiría en defensora del “intruso extranjero, violador de la Pacha Mama, madre tierra sagrada del imperio inca” como unas horas antes lo había definido ante la Corte. 

Izebel lo pensó el tiempo suficiente para decidir jugárselo todo a una carta: apostar por la total inocencia de Diego Nora Martín, y aprovechar la creíble-increíble historia. Tanto si era cierta como si no, sería una eximente en cualquiera de los dos casos, con mucho que ganar y nada que perder. Aparte de que, visto de cerca, Diego era un hombre guapo, y ella una mujer en el comienzo de su madurez, entregada en cuerpo y alma a su trabajo, olvidando que su belleza la debería aprovechar en lugares más idóneos que en las salas de juicios en procura de algo más que de una confesión, que hacía mucho tiempo que no acudía a las peñas a escuchar tonderos trujillanos, o a beber pisco mientras mira a los ojos de su acompañante hasta escuchar un “te amo” falso. Eso fue lo que Izebel pensó mientras su cerebro hilvanaba una tesis contraria, con la que sostener la defensa de aquel “cholo” que poco a poco le estaba cautivando el corazón.


Diego, entonces, hubiera sido capaz de proporcionar toda la información que poseía con tal de salir de allí y regresar inmediatamente a España, porque ya no estaba seguro de que aquello llevase a algún sitio o, por el contrario, estaría haciendo el ridículo más espantoso.

Después de unas horas solo, llegó Izebel eufórica: había conseguido un trato con las más altas instancias. Incluso la Ministra de Cultura se había interesado en el asunto.

—No más pues, cholo— Izebel mostraba una amplia sonrisa— acabo de llegar a un compromiso con el Presidente de la Corte—. Si la historia que vos me ha contado es cierta, estaría en condiciones de solicitar a la Corte la conmutación de la pena que de hecho te caerá por violación de la Ley de Cuidado y Preservación del Patrimonio del Perú.

< Y si no es cierta… —Izebel suspiró, elevando sugestivamente su bello busto— más me vale huir con vos a vuestro país, porque no habrá lugar en todo el Perú donde pueda refugiarme del ridículo tan espantoso que puedo hacer.



La vista del juicio fue totalmente distinta a la sesión aplazada. El Presidente del tribunal escuchaba con atención la disertación de la abogada que cuatro horas antes había acusado al inculpado con tanta vehemencia como ahora lo defendía. Mientras escuchaba atento a la abogada de escultural cuerpo, este pensaba que sus enseñanzas las había aprovechado muy bien, dado que había sido su alumna más aventajada. En cualquier caso, la ley era la ley y los hechos expuestos por la ahora defensora eran incuestionables: a Diego se le había detenido en la hacienda Puchaca, lugar acotado por el Estado como zona de proyectos arqueológicos, y por mucho que la defensa alegara desconocimiento del encausado y segura declaración posterior de posibles hallazgos, difícilmente podría dictar la total y libre absolución so pena de ser acusado de prevaricación. Y ello también lo sabía la “bella Izebel” que dejaba entrever los muchos encantos que desplegaba en todas las causas, sobre todo en las perdidas.

El juicio quedó visto para sentencia. Izebel consiguió la suspensión temporal de la misma con la condición de que Diego ayudara a indagar en las claves del descubrimiento del yacimiento para, de ser ciertas, cumplir con lo pactado.

Ambos comenzaron la búsqueda de la dichosa reserva inca. También les dio tiempo para, en los ratos libres que les dejaban las pesquisas, ella le fuese descubriendo los aspectos de aquel país tan desconocido para Diego, y es que éste le confesó a la abogada que, del Perú, conocía los aeropuertos de Lima y de Chiclayo no más, y el área que circundaba aquellas coordenadas —tan pocos kilómetros que todo lo que había necesitado era una motocicleta que alquiló en la Avda. Grau de Chiclayo—. Izebel ejerció de anfitriona y de guía, mostrando a Diego la gran riqueza arqueológica del Perú, sobre todo de la región Lambayeque —para sonrojo de Izebel, aquel aprendiz de Indiana Jones no tenía ni zorra idea de quién era El Señor de Sipán, ni dónde estaba Huaca Rajada, algo que los estudiantes de Arqueología de cualquier parte del mundo sabría de memoria. Le contó la historia del pueblo peruano, originario de las más diversas etnias y razas, sobre todo la Tahuantinsuyu, pero también la gualla, la sahuassiray, la antasaya, la alcaviza, la copalimayta, la culunchima, los poques y los lares, que ocupaban los fecundos y recónditos valles que bordean la cordillera de los Andes hasta las orillas del Pacífico. De las riquezas inmensas del Perú, de sus recursos naturales, del expolio y del pillaje sufridos... 

A Izebel se le trababa un brillo especial en sus inmensos ojos color azabache. Amaba a su país y daría cualquier cosa por él. Se sentía “peruanaymará” por los cuatro costados, sabía que por sus venas corría sangre de extraños allende los mares, cuando en su tierra recalaron turbas con ansias de conquista y dominación, pero también, pues, gentes con intención de asentar allí sus raíces y mezclar sangre europea con sangre americana, andina, y así, siempre supo que sus apellidos, italianos, eran judaizantes, legados por algunos de los que hubieron de trasladarse a América confundidos con las tripulaciones de los bajeles y carabelas, huyendo de la intolerancia europea: por sus venas llenas de sangre aymará corría también sangre judía como su mismo nombre —Izebel— impuesto durante generaciones a muchas mujeres de su familia. Muchas circunstancias se habían confabulado, puntos unidos, convergentes, en una especie de Chakana inca, para ponerla en el camino de aquel enigma plagado de casualidades y cruzamientos de las líneas esotéricas e invisibles del Tiempo y del Espacio. Aquello era EL PERÚ. No iba, pues, a despreciarlo.


El punto que señaló Diego a Izebel y al agente de los “cuatropies” correspondía exactamente con el centro del triángulo equilátero que había deducido. La aclaración del poema “Si primero giras los tres puntos mágicos de la Católica Regina...” —era obvio que un triangulo equilátero girado por su centro, los puntos de cada ángulo forma una estrella de seis puntas: la Estrella de David; si a cada ángulo le das una letra de “la católica Regina” efectivamente formaba las letras I-S-A, que giradas convenientemente, forman la palabra I S A I A S, que era el nombre de quien procedían los versículos. En fin, pensó, una pequeña broma de los cabalistas, ideadores de pequeños trucos para hacer difícil lo fácil.

—Porque puestos a pensar —reflexionó Izebel—, si unimos todas las puntas de la Estrella de David, ¿qué tenemos? —y miraba esbozando la amplia sonrisa de las mejores ocasiones —pues nos sale— paró para tomar aliento— la figura de un… de un… de una esmeralda… o de una piedra preciosa.

—Adelante, no más pues— le contestó imitando Diego el acento andino. El final, fuera este cual fuese, estaba a punto de precipitarse. 

Pero lo aplazaron para el día siguiente.

Por la mañana temprano se dirigieron al punto exacto que marcaba el centro de la estrella o tridecaedro, que correspondía exactamente con las coordenadas 6º41’00’’latitud sur 79º42’00’’longitud oeste. 

El lugar, ajustado a los datos que señalaba el GPS, estaba situado a quince kilómetros de Chiclayo, precisamente donde, desde tiempo atrás, el gobierno había acotado como zona de excavaciones, sugerido en su momento por el INCA. Aquel terreno era donde previsiblemente se encontraba la tumba de ciertos indígenas de segundo orden en la escala jerárquica del imperio inca. Aquel debería ser el lugar donde, en teoría, se encontrase el tesoro escondido por el inca que vio aparecer por vez primera a Pizarro. Y aquel español, llegado sin saber muy bien cómo, y sin él mismo estar seguro de qué estaba buscando, venía a dar la clave que desde siglos atrás se intuía, se presumía, objeto de todo tipo de conjeturas de cualquier experto, o simple aficionado a la cultura del antiguo Perú.

La zona —llamada Caserío Puchaca— estaba cubierta de matorral, algunas quebradas de relieve accidentado salpicadas de árboles frutales asilvestrados, donde anidaban amazilias costeñas. Contaba con una vegetación exuberante, dada la proximidad del Río La Leche.

Cuando estaban a punto de comenzar a cavar,   apareció un Nissan Patrol, con unos individuos que se identificaron mostrando deprisa unos documentos y corriendo, y dando voces de amedrentamiento ¡afuera, afuera, afuera…! De nada le sirvió a Izebel hacer valer sus acreditaciones como letrada y asesora del Estado, para que aquellos sujetos la apartasen, así como al confuso Diego. De un empellón, le cayeron a Izebel el móvil celular que se hizo añicos. Los apartaron y se apoderaron de los documentos. Los retuvieron bajo un árbol, mientras dos de ellos comenzaron a apartar maleza y a horadar con una pala. Diego e Izebel supieron que lo que fuese estaba a punto de descubrirse. Y por lo visto, importante.

A la voz de uno de ellos, hizo que se acercasen los demás, y entonces apareció bajo una espesa capa de tierra lo que al principio parecía una roca más del terreno. Quizá hubieran desistido de continuar cavando si, al apartar la tierra pegada a la laja, no hubiese aparecido un símbolo casi imperceptible, debido a la erosión.

Continuaron hasta dejar al descubierto una enorme losa de granito de 2x3 metros que estaba incrustada en dos pernos del mismo material. Diego, alejado de la escena, pudo observar con alegría que otro de los enigmas se había desentrañado: los dos “mazacotes”, de un grosor apreciable, sobresalían de la losa y estaban colocados en el norte y en el sur de esta, de ahí los nombres intercalados en el poema —“Boaz” y “Hakim”—, confirmados por Rosana Oreal, la estudiosa alicantina del judaísmo en la consulta que le hizo en su momento como los nombres que correspondían a las columnas, norte y sur, del Templo de Salomón. Diego estaba que no cabía en si, porque no tenía ya la menor duda de que el enigma que le había llevado hasta el Perú, estaba relacionado con lo que acababan de descubrir. Tuvieron que esperar unas horas a que llegara una pequeña grúa con la que levantar la losa, procurando extraerla sin daño. La herrumbre y la erosión habían soldado la losa a los pernos, confirmando que aquella obra humana no se había abierto en siglos.

Al fin fueron izando la enorme losa, que a Izebel le pareció una estela funeraria, haciendo un ruido siniestro al rozar la piedra contra la piedra. Cuando al fin la hubieron levantado y separado de los pivotes que permanecían erectos, liberados del peso de la lápida, se acercaron todos. Un macanche surgió del agujero reptando asustado al sentir profanado su escondrijo.

Unas escaleras de piedra descendían hacia las entrañas del sepulcro abierto.

—Esto es una guaca mochica de principios del Quinto Pachacutec de la Era del Tawantinsuyo— susurró ella de carrerilla al oído de Diego—. Estoy segura. Estamos ante una de las tumbas más buscadas por mi Patria desde su Independencia. ¡huanunpasqui manachayay, mi cholo!—. Acertó a decir mientras se le iluminaban los ojos mirando agradecida a Diego.

No los dejaron descender a la tumba. Así pues, tuvieron que abandonar el recinto y dirigirse a Chiclayo. Por el camino se cruzaron con varias furgonetas con antenas parabólicas en el techo, circulando a gran velocidad.

Por la noche, mientras cenaban una paella en un restaurante español —esta vez invitaba Diego—, pudieron ver la noticia que había saltado a las cadenas de televisión: “Otra tumba descubierta, gracias a los años de investigación de los departamentos gubernamentales”.

—En nombre del pueblo de la República —la voz del presidente de la corte de Lambayeque sonaba muy clara en la sala, mientras Diego y su defensora escuchaban en pie la sentencia— debo condenar y condeno a Diego Nora Martín, por violación de la Ley 24047 del Patrimonio cultural y reo de un delito tipificado en el Artículo 226 del Código Penal que dice “El que depreda o el que, sin autorización, explora, excava o remueve yacimientos arqueológicos prehispánicos, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de tres ni mayor de seis años.”

Izebel estaba desolada, pero las leyes del Perú estaban claras, y tantos siglos de expolio habían dado como resultado la implantación de penas severísimas al respecto por el simple hecho de llevar, como Diego, un pico, una pala, un papel con las coordenadas de David, y un Sistema de Posicionamiento Global (Gepeese).

Ya de nada valía lamentarse, sólo recurrir la sentencia ante las instancias superiores de la Judicatura Suprema de la Nación.

Diego quedó en libertad provisional, dado que no tenía antecedentes penales, aunque a la espera de la devolución del pasaporte para retornar a España.

De vuelta los dos en Lima, ella reanudó su trabajo en el INCA, mientras revisaba en las hemerotecas los periódicos más prestigiosos del mundo dando cuenta del hallazgo: se habían descubierto, en una tumba superpuesta sobre otra tumba o templo preincaicos, las momias de todos los componentes de un séquito. Y toda clase de objetos y fardos conteniendo lo que el pueblo incaico usaba en su vida diaria tales como utensilios, herramientas, ropa, ajuar, ropajes rituales, orejeras y pectorales en cobre, gran cantidad de turquesas, cofres y cajas repletas de joyas, pesos de oro, figurillas de plata y todo tipo de metales preciosos: El tesoro del pueblo mochica escondido a fin de evitar que fuese saqueado por manos extranjeras.

—¿Sabes pues, amor? el entorno, lo descubierto, las características me recuerdan vagamente a las claves que describían los versículos de Isaías —ella estaba más entusiasmada de Diego—, desencadenante, gracias a vos, de este feliz desenlace. En todo caso este descubrimiento es más rico que la tumba del Señor de Sipán, y me parece que tan mítico como Pachacamac. No puede haber “intis” ni dineros en el mundo que paguen lo que puede esconder ese agujero sagrado.

 

Dos días después llegó eufórica al hotel donde se alojaba Diego que se encontraba deprimido pues los días pasaban y aunque hablaba a diario con Joana —esta le había puesto en antecedentes de la repercusión en España de los avatares “arqueojurídicos” de su padre— Izebel, en un impulso irreprimible se le abalanzó y le abrazó. Diego estaba a punto de echarse a llorar, pero ella lo tomó de la mano, se sentaron sobre la amplia cama en la habitación del Gran Hotel Nasca Palace, que da a la Plaza Mayor de Lima, y le mostró los periódicos donde daban cuenta del gran tesoro hallado, aún por culminar, y que denominaban “GRAN HUACA PUCHACA DE DIEGO NORA”, describiendo las  características de aquella tumba, no tan antigua como la de Sipán, pero sí inmensamente más fructífera en el sentido monetario y en el aspecto cultural.

A continuación le mostró una reseña de El Incaico —Diario Oficial del Estado—, donde se anunciaba la concesión a Diego Nora Martín de la Orden Peruana del Soloculto, por “la contribución del ciudadano en cuestión al desarrollo cultural de la Patria”. Lo firmaba la Ministra de Bienes Culturales y Arqueológicos e Históricos, Minerva Flórvigo.

Y por último, Izebel hizo un gesto, esta vez de disgusto, cuando le entregó un sobre lacrado, desprecintado por ella, con destino a su patrocinado: un oficio de la Corte Suprema de Justicia del Perú donde se le concedía el indulto del delito por el que se le había condenado… “dadas las especiales circunstancias que concurren en el caso, las repercusiones y el clamor de la prensa internacionales, con la condición de que abandone el territorio nacional en el plazo de 48 horas. Se le adjunta el pasaporte”.

—Kafkiano— pensó Izebel, que en el fondo hubiera querido que no le conmutaran la pena y tenerlo con ella—: de modo que lo expulsan del Perú, concediéndole un plazo de dos días… y lo convocan para dentro de cuatro en la sede del Ministerio para la imposición de una medalla.


Fueron veinticuatro horas frenéticas donde Izebel echó el resto para evitar la catástrofe y la “palta” que se cernía si aquello no se enmendaba: acudió a todas las instancias; llamó a todas las puertas; telefoneó a sus líderes del partido MPEP (Mejorperuesposible); habló, pidió, suplicó; fue de Roma a Santiago y de la Ceca a la Meca; el embajador del Reino de España (¡vaya por Dios!) se encontraba “missing”, aunque por fortuna el Agregado cultural estaba disponible; el Rector de la Universidad Garcinca apoyó; todos, hay que admitirlo, colaboraron para salvaguardar las formas y compatibilizar las disposiciones gubernamentales y judiciales: unos adelantando el acto y otros retrasando el auto. 

Finalmente, exhausta y satisfecha, en la noche, en el hotel mientras sobre Lima caía la garúa invernal del mes de julio, amó al hombre del que irremediablemente se había enamorado. Hicieron el amor por primera y única vez, hasta que la amanecida sobre las cumbres andinas los sorprendió acariciándose, besándose, tocándose, mirándose, uniéndose... Lo hicieron hasta quedar saciados el uno del otro. Unas misteriosas palabras que no necesitaron traducción, en el idioma de los dioses del Sol surgiendo dulce, cadenciosamente de los labios de ella, mientras, a Diego se le erizaban los bellos de tanto placer recibido. Y abrazados —paskapashpu..., simiyuskani…, ariyo…, tushkany…, (siempre vivirás en mi corazón..., jamás te olvidaré..., que nunca te suceda nada malo...) susurraba ella en el legendario idioma de su antecesor Túpac Yupanqui…— permanecieron muy quietos a fin de que todos y cada uno de los poros del cuerpo de Diego se impregnaran de las enloquecedoras fragancias que emanaban del bello, suave, tibio, sediento y ansiado cuerpo canela-mestizo de Izebel, sabiendo que era lo único que él se llevaría indeleble en su memoria     —además de la medalla bañaba en oro que le impusieron—. 

El vuelo 023 de PerAir se encargaría de separarlos, tal vez mas quién sabe, para siempre. Antes de abordar el avión, Izebel le dijo algo —Huanunpasqui!—, pero Diego se marchó sin conocer su traducción.

En Pola de Siero de Asturias, Joana, al fin iba a recibir a su padre. Lo que no imaginaba era cómo y cuánto había cambiado. FIN 


Agradecimientos: 


Agregaduría de turismo de la Embajada de Perú en España.

Lorenzo Trinidad, Profesor de Antropología Americana de la Universidad de La Rábida.

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