Al llegar a Paris, Eliezer Baxano tomó contacto con miembros de la Resistencia, aunque ésta tardó varios meses en ponerse en contacto con él: no tenía documentación, era judío y republicano español, por lo que estuvo durante buena parte de los años 37, 38 y 39 viviendo en semiclandestinidad. Gracias a unos miembros de la comunidad judía de Paris pudo sobrevivir y le proporcionaron documentación a nombre de su ultima identidad como Bruno Vasanov.
En Francia, imposibilitado de regresar a Turquía, debido al avance del nazismo por el este de Europa, se decidió, una vez restañadas sus heridas de España, desempeñar pequeños trabajos para la Resistencia.
Bruno observa preocupado cómo el 15 de junio de 1940, los soldados del ejercito alemán desfilan, entrando en Paris, por los Campos Elíseos. Entonces se decide definitivamente a colaborar con la Resistencia a pesar de que ya desde meses antes, un amigo francés, Raoul Savesta, le invita a ingresar y olvidar momentáneamente su deseo de viajar al Este.
Dados los conocimientos de linotipia que tiene Bruno, le adscriben a una imprenta clandestina, en las traseras de un oscuro callejón cerca de las Tullerías. Cuando entra por primera vez, se da cuenta de que su trabajo es necesario para traducir algunos sueltos del francés, aprendido en aquellos años, al hebreo.
Aquel periódico, que salía cada mañana a la calle con el nombre “Moulin” era un compendio de todo lo que los franceses anhelaban entre ello, lo más preciado: la libertad. Y Bruno, en secreto Eliécer, sabía que debía aparcar las razones que le impelían a regresar a su amada Estambul.
Los alemanes estaban provocando en Francia un régimen de terror. Y los franceses no cesaban de hostigar a las patrullas alemanas, a lo que éstos respondían con una brutal represión.
Su amigo Raoul Savesta fue detenido y ahorcado en represalia por el atentado que había cometido su mismo hermano contra una patrulla de los SS. Desde entonces, Bruno vivió atemorizado, y el 24 de junio de 1943, cuando se dirigía a su puesto en la imprenta, fue detenido por la GESTAPO a la salida del Metro. Presentó su documentación, pero no puede impedir ser conducido a la Prefectura nº 4 de la Plaza Depierre y arrestado junto a once conscriptos franceses. La “shoah”, el holocausto, había comenzado.
Allí fue sometido a duros interrogatorios, aunque sin torturarlo, y no pudo evitar caer en contradicciones, hasta que no tiene otro remedio que confesar, a fin de evitar dar su condición de judío y su pertenencia a las Brigadas Internacionales. Todo fue inútil: le presentaron un listado, con sus respectivas fotografías, de los miembros de los internacionales. La guerra, en España, había concluido, pero el brazo de los vencedores era largo y poderoso.
No hubo mucho más en París: le pusieron un brazalete —un triángulo rojo—, como prisionero político, comunista y apátrida y lo introdujeron en un tren rumbo a Alemania.
En Berlín fue separado solo, y llevado directamente a la Prinz-Albertstrasse, la siniestra sede de la RSHA —oficina de seguridad del Estado—, en donde fue de nuevo interrogado, y luego de ser sometido a torturas cedió al decir que era judío; todo, a partir de entonces fue más sencillo, pero más cruel: desposeído del carácter de político, le colocaron un brazalete amarillo con una estrella de David.
Volvía a ser Eliezer Baxano, y resultó ser el compendio de todo lo que los nazis odiaban: judío, turco, republicano español y comunista.
El 3 de julio de 1943 comenzó un calvario que le llevaría a recorrer el infierno: fue introducido en un tren que le llevó camino del este, hasta cruzar la frontera de Polonia, recién conquistada por el III Reich.
En el viaje se dio cuenta de que no lo conducían, como decían los acompañantes, a los campos de “reunión”, “reubicación”, ”relocalización”, como algún optimista, aferrado a la esperanza, se empeñaba en decir. El viaje se hizo en condiciones aún aceptables, pues todos los viajeros, aunque vigilados, llevaban sus enseres: quien con un simple bolso de mano de donde sacaban un poco de comida o algún libro, quien con grandes maletas y baúles, en donde pretendían llevarse lo máximo posible a su nuevo destino, para comenzar, tal vez, una nueva vida.
En el departamento, vigilados estrechamente por soldados SS y miembros de la GESTAPO, viajaban toda clase de tipos: políticos, gitanos, judíos, homosexuales y “elementos asociales”, distinguidos por determinados emblemas que portaban en sus ropas.
Los escasos cuatrocientos kilómetros que recorrieron en dos días encerrados, casi sin comer, beber, dormir, sin poder hacer sus necesidades, le llevaron a orillas del Vístula, a un campo a primera vista vacío, y en donde los metieron en barracones llenos de objetos personales que nadie había retirado: ropas de mujeres y hombres, prendas íntimas y objetos de aseo, como pasta de dientes, gafas, dentaduras postizas y camastros desechos. El hedor era inmundo, y pronto corrieron rumores de que eran los restos y desechos de anteriores inquilinos de los barracones.
Allí permaneció Eliezer Baxano tres meses y medio, prácticamente sin nada que hacer, sólo alimentar los bulos que corrían, e igualmente soportando lo que algunos de sus compañeros hacían circular: “Los SS no pueden ser tan malos, veis, aquí estamos, nadie nos maltrata; nadie nos obliga a trabajar si no es en el mantenimiento del campo; y qué la escasez de comidas; qué las alambradas que impiden salir; qué los perros y las patrullas armadas; qué del toque de queda; se necesita disciplina, y si alguien ha muerto ha sido por que estaba enfermo, estamos en guerra”.
Pronto comenzaron las verdades entresacadas; en aquel campo de Chelmno —alguien había visto las fosas a medio cubrir— habían muerto miles de gitanos y judíos,
Allí, a un lado del campo, inmóviles, estaban aparcados veintitrés camiones, en los que se decía habían metido a judíos, habían atrancado las portezuelas de las cajas y se habían puesto en marcha: se decía que habían utilizado un método demoníaco, aunque muchos se negaban a creerlo, que consistía en introducir el tubo de escape en el interior del camión. Bastaban, se decía, unas centenas de metros, desde los barracones hasta el extremo sur del campo donde estaban situadas unas grandes fosas, para que al llegar se hubiera generado el monóxido de carbono necesario y suficiente para que absolutamente todos los ocupantes llegasen muertos. En caso contrario, daba igual, directamente a la fosa y acabarían enterrados vivos.
Allí estuvo Eliezer hasta diciembre del 43, en que fue deportado a la ciudad de Lodz, donde fueron hacinados en un gueto, viviendo en condiciones aún más duras que en el campo de concentración de Helmno.
En Lodz hubo de sufrir la primera clasificación por razones étnicas: como judío fue obligado a vivir en una casa, con tres familias, siendo continuamente controlados por los nazis, pero también por los mismos judíos —capos— encargados de mantener el orden en el gueto.
El día trece de agosto de 1944, junto con cerca de quinientos judíos, de los sesenta mil que componían el gueto de Lodz, fue embarcado en un tren de ganado. Siguiendo las rutas ferroviarias paralelas al Vístula, llegó al infierno de los infiernos, al lugar que Eliezer —hoy—, se negaba a evocar, pero que durante cerca de medio siglo no había dejado ni un instante de permanecer a media superficie de su consciente, deseando salir, pero al mismo tiempo pugnando por permanecer enterrado para siempre en sus recuerdos.
Cuando salió de aquel infierno, le llegó a la memoria un pasaje del Libro de los Proverbios: “(...) porque hay un mañana, tu esperanza no será aniquilada”.
Y en el destino de Eliezer Baxano debía estar escrito que habría un mañana, aunque le resultó difícil de creer cuando fue destinado al campo III de Auschwitz, llamado Buna, y en donde vivió los meses más terribles que ningún ser humano pueda imaginar.
Desde el primer día fue destinado a trabajos forzados; al principio en una cantera cercana donde pasaban las horas, desde el alba al ocaso, arrancando piedras a golpe de pico y dinamita. Vio morir al pie del trabajo a centenares de hombres desfallecidos por el esfuerzo, el hambre y la disentería.
Eliezer se salvó momentáneamente, pues se encontraba en relativa buena forma física y fue destinado al peor trabajo que hombre alguno se haya visto a realizar jamás desde que el ser humano hoya la faz de la tierra: estuvo adscrito en el pabellón donde, en el más abyecto de los “proyectos científicos” jamás imaginado, eran puestos a prueba los más aberrantes ensayos médicos con toda clase de desventurados seres con alguna tara física o mental: lisiados, deformes y oligofrénicos eran sometidos a toda clase de vejaciones para satisfacer las ansias de notoriedad de los sedicentes médicos en loca búsqueda de la pureza de la raza aria.
Eliezer Baxano, con ayuda de sus recuerdos de los textos apenas retenidos del Talmud, fue capaz de aislarse mentalmente y salir de aquel infierno de horror. Junto a veinte judíos, estuvo aislado en un terrible pabellón asistiendo a los experimentos del doctor Mengele, aunque procuraban que los judíos no fuesen testigos de las operaciones más terribles: inyecciones de fenol-narcótico en el corazón de las víctimas, extracción de órganos sin anestesia, contagio premeditado de enfermedades, y las aberraciones que mente humana sea capaz de imaginar.
Durante cinco eternos meses tuvo que soportar las depravaciones que aquellos monstruos, bellamente uniformados con cruces esvásticas, practicaban sobre aquellos desventurados. Eliezer y sus compañeros tenían como misión desvestir a las víctimas y clasificar las prendas de las que se despojaban por última vez.
Y una semana antes de la liberación, aquellos hijos del Averno aplicaron a Eliezer y a otros de los prisioneros el infame tratamiento esterilizador.
El 26 de enero de 1945, cuando las fuerzas estaban a punto de desfallecer, con los hornos crematorios al cien por cien y el olor de los cadáveres a medio carbonizar y el olor amargo a alumbres prúsicos del gas Cyclón B cubría el campo, las tropas del Ejercito Rojo entraron en el complejo de exterminio de Auschwitz, en su camino inexorable hacia Berlín, en donde unos cientos de prisioneros exhaustos, recibieron sin ninguna emoción a aquellos que los habían liberado de la muerte, al menos de la física, porque prácticamente todos estaban muertos sicológicamente hacía mucho tiempo.
Eliezer Baxano salió como un cadáver, al límite de sus fuerzas, y en compañía de los escasos supervivientes fue alojado, esta vez, sí, con un atisbo de compasión, en un campamento aledaño donde se repuso físicamente.
El ejercito Rojo, en mayo, evacuó a Eliezer en un convoy con destino al este. En condiciones durísimas pero, al fin y al cabo, liberado de las garras nazis en desbandada, fue recorriendo Europa ensangrentada, observando los yermos campos abandonados, jalonados de pueblos destruidos, ruinas y muerte por doquier, y olor a humo por todas partes.
Fue provisto de su verdadera identidad —Eliezer Baxano, judío sefardí, de nacionalidad tura— y llegó a Odessa, completamente destruida, a orillas del Mar Negro.
Desde 1945 hasta 1965, Eliezer Baxano fue, junto con millones de ciudadanos, artífice de la reconstrucción del imperio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La fe judía, el “hasta el año que viene en Jerusalén”, el “Shalom Aleichem”, y los ritos del sagrado shabat quedaron relegados. Veinte años viviendo en un régimen laico y ateo no habían pasado en balde. De judío, si acaso, le quedaba su nombre y sus apellidos, pero sus creencias atravesaron por una crisis de la que no tuvo la mínima voluntad de salir; dejó de frecuentar los clandestinos círculos hebraicos de Ucrania.
Entró a trabajar como linotipista en la redacción de un diario, órgano del Comité central del Partido Comunista, y en 1965, una vez Kruschov en el poder, pidió y le fue concedido pasaporte para emigrar a Turquía.
Atravesó en un paquebote (de los pocos que lo hacían) el Mar Negro, y tras dos días de navegación pudo observar al atardecer los minaretes de su amada Estambul. Casi treinta años después, entraba de nuevo en aquella ciudad de apabullante belleza que lo vio nacer cincuenta años atrás. Guerras, sufrimiento y penalidades sin cuento le habían curtido.
Lo primero que hizo aquella tarde de abril de 1965 fue acudir a la sinagoga y entrar.
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