Desde
hace unos días apenas doy crédito a lo que ha sucedido. Resulta que Johnny, el
chaval con el que frecuentemente mantengo contacto cibernético, es de una
ciudad uruguaya para mí completamente desconocida, y sin embargo, curiosamente,
absolutamente familiar: Hace la tira de años tenemos, en la pared del salón de
casa, una fotografía, un retrato, donde está mi bisabuelo en compañía de otra
persona posando a los pies de una majestuosa estatua de lo que parece el monumento
principal de la población. El cuadro,
permanentemente presidiendo la estancia familiar, ha sido una de mis compañías
durante toda mi vida. Hasta ahora.
La foto del
“secreto” ya color sepia, en la que se notan los reflejos de la luz de magnesio
de la lámpara, enmarcada en un cuadro pintado de purpurina, detrás de un
cristal desvaído y mate por efecto el tiempo, tiene en letra muy pequeñita, en
su parte inferior, la siguiente inscripción:
“El Recreo. Minasconcepción. República
Oriental. 12 octubre 1902, Día de la Raza”.
—Tu bisabuelo,
hijo mío, tenía metido en la sangre el veneno de irse a hacer las Américas, y vaya
que hizo lo que más anhelaba: se marchó.
Años atrás mi
abuela, mientras yo miraba ensimismado la foto, dejaba su labor y me contaba
una historia, la historia de siempre, como una cantinela narrándome —día sí día
no— que su padre embarcó, recién
comenzado el siglo XX, aún soltero, en un vapor de cabotaje que zarpó desde el
puerto de Cádiz; que desembarcó en el puerto de Laguaira; que descendió por el
Orinoco y sus afluentes hasta las selvas bolivarianas donde convivió con las
tribus caribes y panares, todo porque aquí en Riotinto, el oro, ya escaso, se
extraía a golpe de barrenos y excavaciones en las entrañas de la tierra, lixiviándolas
y extrayendo el jugo aurífero con sales de Ácido Prúsico que envenenaban las
aguas y empobrecían la ya exangüe tierra; que alguien le había hablado de lo
fácil que era lograrlo, casi sacarlo a puñados, simplemente bateando las arenas
en las escorrentías caudalosas de América. Pero se encontró, de repente,
soportando mil calamidades: que en la cuenca de los afluentes del Amazonas cayó
gravemente enfermo debido a las picaduras de los insectos y de niguas; que
quiso y no lo dejaron trabajar de “garimpeiro”; que, comido por las fiebres, y
gracias a la ayuda de algunos aborígenes, logró viajar hacia el Sur a través de ignotas selvas del
Brasil; que trabajó en Santa Cruz de la Sierra, de Bolivia, en todos los
oficios habidos y por haber. Y que, menos oro —aseveraba mi abuela haciendo un
inciso en la sucesión de calamidades que, según ella, le había acontecido a su
padre, mi bisabuelo—, encontró de todo... lo peor.
—Durante unos meses procuró la manera
de dirigirse hacia Buenos Aires, donde imaginaba poder encontrar ayuda y medios
para retornar a España. Consiguió, a lomos de una mula, tras mil penalidades, cruzar
un paso fronterizo a través de los Andes hasta que consiguió llegar a
territorio argentino. Por lo visto, y según comentó a su regreso a la patria —mi
abuela continuaba desgranando la historia que yo escuchaba en silencio mientras
miraba de soslayo la vieja foto “del secreto”—, llegó a Buenos Aires donde
trabajó en las estibas del puerto de La Plata. Y allá, en ciertos tugurios de
los muelles, escuchando conversaciones acá y allá, logró deducir que existía un
lugar, al otro lado del Mar del Plata, lo más parecido al mítico Eldorado.
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coche simón, tomaron la ruta que los alejó
de la costa y se internaron en aquel pequeño y casi desconocido país. Contó al
retorno cómo la región le recordaba a la provincia de Huelva, a su serranía, a su
campiña, jalonada aquélla de suaves colinas, aunque escasos bosques, extensos
campos de trigo y girasol mecidos al viento suave de la primavera austral, y grandes
estancias de ganaderías de ganado vacuno a lo largo de la ruta.
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Hasta
aquí, los recuerdos que mi abuela me legó. Recientemente, pude comprobar que,
en efecto, el 12 de octubre de 1902,
fecha de la fotografía, fue erigida e inaugurada una estatua ecuestre, de tres
mil kilos de peso, del General Lavalleja, en la Plaza de La Libertad (otrora
del Recreo) de Minas (no Minasconcepción como la denominaba mi abuela). Y como ella
siempre se había referido a aquella fotografía como la del “secreto”, dada
además la curiosa circunstancia de haber tomado contacto con un natural de
dicha ciudad, como he especificado al comienzo de esta narración, decidí que
había llegado el momento de desentrañar y acabar con aquella aureola misteriosa
que para mí había tenido hasta ahora.
Así que me acerqué a la pared del salón y la descolgué
de donde siempre había estado, sin ser desenclavada, salvándose de limpiezas
generales, encalados, cambios de muebles, y lo que es más importante, del paso
de mis familiares —mi bisabuelo Cosme, protagonista de esta historia y su esposa;
mis abuelos: ella, la narradora; y mis padres. Todos ya fallecidos—. Nada ni
nadie había sido suficiente excusa para desenclavar aquella foto. Así que, hace
pocos días, me sentí como si estuviera violando un secreto, como si mismamente estuviese
a punto de descubrir, como Lady Fletcher, la
tumba de Nefertiti.
El
caso es que descolgué el cuadro que pesaba bastante. En el reverso, sellado con
una pasta dura como el pedernal, que desprendí a trozos, despegué una lámina de
mica, imagino que procedente de algún yacimiento uruguayo, y al extraerla pude
acceder a la estampa. Al fin, después de cincuenta años mirándola, pude tocarla
con mis manos. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, afluyendo a mi mente
todas las historias que mi abuela había estado contándome sobre la foto del
secreto, un secreto del que yo no estaba seguro que ella fuese consciente o tal
vez que le diese el calificativo que le había transmitido su padre, aquel joven
acompañado del italiano, que aparecía en la imagen a los pies del prócer uruguayo.
El
reverso de la fotografía, estaba inmaculadamente blanco, como de haber estado
protegida durante cien años. Pero lo que ya desbocó mi corazón, comenzando a
latir aceleradamente, fue comprobar que estaba manuscrita con pluma
dieciochesca, con una letra bella, picuda, apretada, y renglones minuciosamente
trazados. Decía así:
En la ciudad de Minasconcepción, en el departamento Lavalleja de la
Republica Oriental del Uruguay, a aquellos que quieran y deseen leer lo
siguiente: Yo, Cosme Santiago y García, natural del reino de España, Huelva, tengo
que decir y digo que
”Los presentes en este retrato,
Elías Vecchi y un servidor, fuimos
comisionados y contratados para la realización y vaciado de una estatua
ecuestre mandados por el Intendente de la citada Minas, por encargo de la
susodicha autoridad. Dicha realización, mezcla y vaciado de la estatua fue efectuada
siguiendo las indicaciones del escultor maestro de la dicha obra el 23 de
agosto de 1902. Encontrándome en dicho cometido en compañía de mi ayudante
Elías, fuimos aleccionados, advertidos y obligados a jurar en el nombre de Dios
de que lo que íbamos a presenciar y a ejecutar, por ser nuestros servicios de
manera y forma indispensables e indiscutibles, sería un secreto que deberíamos
guardar el resto de nuestras vidas: en el instante cumbre del rellenado con la
mezcla en los moldes fabricados exprofeso, en un momento determinado, en la
colada que en aquellos momentos estaba a mil sesenta y cuatro grados centígrados
de temperatura, nos fueron entregados, por dos personas de rostros cubiertos apara
evitar su identificación, veinte lingotes de metal oro, que fueron agregados a
la colada del bronce, aleándolo con las proporciones de cobre que en el anexo
señalo.
Efectuada la maniobra, fue finalizada la labor rellenando los moldes
para la realización de dicha estatua. La aleación fue principalmente vaciada en
la cabeza del caballo de dicha estatua, a continuación rellenando con una capa
especial de bronce para evitar su detección.
Una vez realizada la estatua y colocada en el lugar indicado para ello,
Plaza del Recreo de Minas, e inaugurada, en un día de fuertes vientos, con gran
boato por las autoridades del departamento y de la República y grandes festejos
del buen pueblo de Minas, mi ayudante Elías y un servidor fuimos aleccionados,
digo coaccionados y constreñidos, para guardar eterno secreto. Enterado, de
forma que no viene al caso por ahora, de que el oro procedía del Alto Virrey
para ser embarcado en 1718 en el galeón Buenaventura con destino a Sevilla, una
mañana, digo, del mes de diciembre de 1902, en las habitaciones de su
residencia apareció fallecido mi ayudante. Comoquiera que éste había gozado de
buena salud, el forense, dadas las circunstancias de que no apreciase signos
violentos en el cadáver, ordenó su sepultura. Ítem más, como mi ayudante me
había mostrado la imposibilidad de vivir con la carga que suponía para su
conciencia el saber que el oro pertenecía al erario público de la Republica, que
tiene la facultad de proporcionar trabajo, bienestar y riqueza, tenía la
intención de huir del país y comunicarlo a las autoridades de más allá del estuario
del río de La Plata.
En aquellos momentos, dado que yo me hallase sumido en una mar de
confusión, y la muerte de mi ayudante y amigo me atosigase con aciagos
presentimientos, opté aquel mismo día, por abordar sin dilación, un barco en el
que tras una larga travesía con escala en Maracaibo, arribé al puerto de Vigo.
A continuación, y después de haber desvelado el enigma que juré no
revelar, aquí lo describo, así como el lugar y forma de descubrir el fraude
metalúrgico, denunciarlo y restituirlo, porque no deseo bajo ningún concepto
llevarme a la tumba un secreto que he sido forzado a guardar, bajo amenaza
cierta de muerte. Dios me guarde y me perdone: que algún día este secreto,
oculto tras la imagen de mi querido amigo y la
mía, pueda ser desvelado y revelado”.
Minas de Riotinto (Huelva), 23
febrero 1907
Cuando
atónito, leí aquella página, datada
en las dos Minas, hurgué más, y cuidadosamente dobladas, envueltas en una especie
de papiro acartonado, vi, para mi sorpresa, un legajo amarillento escrito en
castellano anticuado, donde resaltaba un gran sello con una corona real donde
pude leer claramente “El Rey de España y de los territorios de Ultramar Nuestro
Señor Felipe V” registrado, como efectivamente relataba mi bisabuelo, en 1718. Era,
claramente una orden de embarque de oro: misma numeración, marchamos,
contrastes, leyes, contraseñas y procedencia, grabados en los lingotes. Otra
hoja, con datos técnicos, como propiedades del bronce y medidas de la estatua y
del pedestal. Me di cuenta de que había descubierto tal vez uno de los mayores
secretos —dado que jamás había oído hablar de ello— de Uruguay, y sin duda del
departamento de Lavalleja, o tal vez, porqué no, ante una trama o conjura para
evitar el embarque de aquel tesoro con destino conocido. Y ahora caigo en la
cuenta de que cuando falleció mi bisabuelo, en 1945, su muerte se recordaría
durante algunos años. Incluso cuando yo era pequeño, escuchaba en susurros, la
muerte tan extraña, ocurrida de improviso a los pocos días de recibir desde
Buenos Aires, un paquete sin remitente, conteniendo hojas de mate, aunque en
aquellos momentos nadie lo relacionó con su muerte, sólo mi abuela, quien me
contó que no se le iba de la cabeza que la infusión, a la que se había aficionado
en América, y que tomó antes de irse a la cama, lo llevó para el otro mundo.
Pero ella nunca lo debió relacionar con el “secreto”, que tanto mencionaba y
del que nunca debió conocer nada. La pregunta clave, ya sin respuesta es: ¿era
realmente mate lo que tomó el abuelo Cosme?
Y
para finalizar, me quedan otras dudas: ¿Por qué, ciento ochenta y cuatro años
después alguien decidió fundir y mezclar secretamente el oro con el bronce para
la estatua, en lugar de ponerlo en circulación o que revirtiese a poder del
pueblo de la República? ¿Sería obra, quizá, de algún grupo secreto, reducto de
la antigua monarquía española, nostálgico de un pasado colonial? ¿Quién impidió
la estiba en el galeón? ¿Por qué —que yo sepa— no hay reseñas históricas ni en Uruguay ni en el
Archivo de Indias de la metrópoli? Si ahora
soy depositario del secreto de la estatua de Minas. ¿Qué puedo hacer? ¿Desvelarlo?
¿Hacer partícipe de ello a mi cyberamigo Johnny? ¿Me tomará por loco? ¿Me hará
caso y lo comunicaría? ¿Le harían caso o lo tomarían por loco a él? Más: si se
trata de una conjura de siglos pasados, debería hacerlo saber a las autoridades.
Pero ¿a cuáles? Y por fin ¿qué derecho
tengo yo de irrumpir, con una historia digna de Indiana Jones, en la plácida
vida provinciana de Minas, repleta sus calles de viandantes y turistas, gentes
paseando por sus largas avenidas
rectilíneas, o trabajando y mercadeando en el centro en torno al egregio jinete
y su caballo? ¿No sería tal vez mejor dejar las cosas como están y respetar la
placidez de la pequeña y bella ciudad, de vecinos a simple vista felices, y que
continúen paseando en las soleadas tardes de primavera sus jubilados,
estudiantes, amas de casa, niños correteando, parejas amándose mientras suenan
las notas de un bandoneón, en torno al monumento que tanto trabajo les costó erigir
ciento un años atrás?
Pues
lo dicho. No lo pensaré más: folios amarillentos, placa de mica, fotografía,
marco y aún vidrio, todo, todo irá a parar al fuego. Creo. Desde hoy, el salón
quedará sin cuadro.
FIN
P.S. Por mí, que el oro distraído
continúe en el lugar más seguro del mundo: en el monumento al general Lavalleja.
Si algún día, tal vez no tan lejano, alguna cámara de fotos digital, disparada
por algún turista curioso, detecta un extraño halo amarillento, dorado,
luminoso de soles, surgiendo de la cabeza del caballo, que investigue. Yo, no:
para siempre, silencio.
Documentación:
www.lavalleminas.org
Agradecimiento y dedicatoria a:
Sra. Graciela M., que me
provocó y animó a escribir una “historieta” sobre Minas. Cumplido. Para su
exclusiva lectura.
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