Estadio |
(traducción García Gual)
En verano de 2010 visité las ruinas del estadio olímpico... pero no la Peineta de Madrid 2086, ni el nido de Pekin (que también conozco), ni era el estadio de Los Ángeles de donde salía un tipo volando o el estadio de Montjuich donde, en el 92, un arquero se pasó de antorcha y casi quema a un acomodador. No, el estadio que emocionado visité fue realmente el primero, el que de verdad vio más alto, más lejos, más fuerte a los atletas que desde todos los puntos de Hellas se dirigían a competir, sin importarles el crono, o el metro o el peso, sino quien lo lanzaba más lejos, o saltaba más alto, o corría en menos tiempo.
La meta no era cuándo o cuánto o dónde, sino ser más y mejor que el otro.
Visité y pisé la tierra de sus pistas, sintiendo, en medio del silencio de sus gradas desgastadas, la magnitud de los terremotos y la intransigencia del destructor Teodosio II que no consiguieron la total devastación.
Sobre aquellas milenarias piedras y sillares, y columnas, y altares, y templos a Zeus y a Hera (desde cuyo templo, allí mismo, Prometeo robó el fuego sagrado para entregárnoslo a los mortales), y en los zócalos de su Gimnasio, las ondas sobrevuelan -pude percibirlo claramente- cargadas de oraciones, de respiraciones entrecortadas por el esfuerzo, de gritos de admiración y de decepción, y las ovaciones y loas del pueblo heleno expectante. Mientras, sobre lo más alto del podio, el cuerpo desnudo, sudoroso, moldeado, brillante de oleos, victorioso, sonriente, coronado por una rama de olivo, el del Atleta y dios.
Estamos a punto de acabar la Olimpiada, y comenzar los Juegos
Bienvenidos a Londres y que venzan los mejores
Estadio olímpico de Atenas |
Post dedicado a nuestros compañeros de viaje y amigos J.M. Guixols y esposa |
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