© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

14.9.21

Kabul, noviembre 2001

Lena Geesinski, 28 años, mirada profunda, atractiva a rabiar, nacida en Bielorrusia pero americana hasta la médula, licenciada por el M.T.I. (Instituto Tecnológico de Massachussets), no ha tenido una buena jornada.

                   El turno de noche del 12 de noviembre ha sido más movido de lo que parecía y es que, últimamente, no consigue centrarse en su trabajo. Está desasosegada y el estrés es brutal. Ser Jefa del laboratorio de control de la factoría termonuclear, propiedad de la Atomic Enginering Development Co. era, en tiempos, un trabajo que le absorbía, pero en estos momentos ha caído en la rutina. Solo al llegar a su casa en los arrabales de Concordia City, a orillas del río Republican, Estado de Kansas, se siente liberada de la tensión. Y quién lo diría, el mismo instrumento que en su despacho le supone un suplicio y es culpable de sus males, ahora es el instrumento que la libera: ha descubierto que la pantalla y el teclado de su PC son, respectivamente, sus ojos y sus manos, curiosamente las dos partes de su cuerpo de los que se siente más satisfecha: con los que mira de forma envolvente, según sus amigos íntimos; y sus manos, unas manos finas, perfectamente esculpidas, que laboran en las mesas del laboratorio o archivan dossieres, o acarician las manos y el rostro de George, su novio, directivo de la central.

               


De camino a casa, a punto de amanecer sobre las llanuras de Kansas, en la fría mañana de noviembre, espera la hora de conectarse, mira las noticias de televisión y se le hiela la sangre cuando ve las noticias del día: en el Estadio Nacional de Kabul la ejecución de un hombre, bajado de un camión, y, en medio del silencio de la multitud, arrastrado hasta el centro, atado a un poste y ejecutado
  de un solo disparo de fusil, efectuado por un miliciano talibán con un viejo Kalashnikov. 

                 No podía creer lo que estaba viendo: aquel hombre, abatido, había sido encontrado culpable de espionaje a favor del «demonio americano». De pronto, como por arte de magia, la luz se hizo en la mente de Lena. Acababa de caer en la cuenta de que el periodo de dos meses había desembocado, irremisiblemente, en la tragedia desarrollada minutos antes en las pantallas de los televisores de medio mundo. Una lágrima se desprendió de sus ojos, y ni siquiera lo intentó: no se conectó, pues aquella su historia había acabado. Se sentó, mirando a través de la ventana, la turbia mañana de noviembre de Concordia City y comenzó a recordar el 14 de septiembre, dos meses atrás...

 

            ...Cuando sentada delante de su ordenador en la quietud de la madrugada, recibió una señal, seguida de un leve pitido. Sobre la pantalla, un saludo: «Hi, Good Night», seguido de un mensaje, que, a Lena, le dejó perpleja: letra a letra, iba apareciendo en la pantalla:                     «Allah-u-akbar. 

               Allah es grande, Único. 

              En el nombre del Altísimo" 

      Aquello no procedía de una página de Internet, sino de una dirección de correo electrónico, la misma que ella usaba para «chatear» de forma intrascendente cada noche con su amiga Petra en Moscú. Estuvo a punto de desconectarse, presa de un repentino miedo, fruto de la presión informativa a raíz de los atentados y la psicosis que se había aposentado y adueñado del mundo.

           Dos días antes habían caído las torres gemelas de Manhattan, y estaba en plena efervescencia el odio a todo lo que sonase u oliese a musulmán, islámico o simplemente árabe. Saludó, tímidamente, si es que se puede calificar así, escribiendo a través del teclado; y desde el otro lado de la pantalla, en un inglés aceptable para mantener una conversación, alguien le comunicaba que estaba enviando un mensaje desde algún lugar de las estepas de Asia Central. 

           Lena, hasta entonces, de dichos lugares sabía lo mismo que de Burkina-Faso o de Machu-Pichu, es decir, nada. Afganistán había comenzado a sonar con fuerza en los noticiarios de las cadenas de televisión y solo a partir de entonces, comenzó a saber que aquél era un desventurado país que estaba poblado por auténticos guerreros, un pueblo que vivía en la guerra permanente; patria adoptiva del terrorista que había osado derribar el tótem capitalista del mundo.

         Aquella noche Lena, oriunda de Minsk —Bielorrusia—, de ascendencia judía por parte de su madre, ésta a su vez de su madre, y así sucesivamente, comenzó una sincera amistad con aquel que se hacia llamar «pastuntwo». Lena, que siempre utilizaba el «nick» de «lonessain» (un juego de palabras, con su nombre ruso-askenazi, que le enseñó la abuela), comenzó a conocer la historia de su interlocutor, a 12.000 Km. de distancia en cualquiera de los dos sentidos —este u oeste— de la tierra, en las antípodas; con doce horas de diferencia; acordando conectarse a las 12:00 AM y PM (según Hora Standard del Pacífico) respectivas de Afganistán y Estados Unidos de América. 

             Y así, un día tras otro, recorriendo al compás del trote de uno de Los Jinetes del Apocalipsis junto a los preparativos de la maquinaria de la guerra, lista para arrasar las chabolas de la periferia de Kabul, Lonessain fue conociendo la vida de Pastuntwo (no logró llegar a conocer su verdadero nombre); solo que era varón, de 35 años, técnico de telecomunicaciones, licenciado en la Universidad de Karachi, Pakistán,  obligado a abandonar sus estudios y su trabajo de profesor de informática en el Instituto Afgano de Tecnología. Le contó que, desde la salida de los soviéticos en 1989, se había recluido en un viejo cobertizo, alejado de las miradas, en Bagrarni, a 8 kilómetros al este de Kabul, donde se había refugiado con su hermana.

Lena fue la receptora de los mensajes de aquel hombre que vivía en el país más pobre del mundo, que se veía obligado a salir todas las mañanas en una destartalada bicicleta y dirigirse hasta un puesto callejero del centro de Kabul, en donde vendía alfombras y cobertores importados de Irán y Mongolia. Le comunicó a través del «chat» que estaba corriendo un grave peligro, por varias razones: una, que estaba en posesión de un ordenador (un ya antediluviano Spectrum X) que había conseguido sacar del Instituto cuando los malditos estudiantes coránicos, aquellos barbudos que interpretaban los versículos sagrados a su manera —de una forma cruel— llegaron a Kabul y tomaron las riendas del destino de millones de personas. Sabía que la posesión de aquel «instrumento de perversión al servicio del demonio occidental» era un delito castigado con la muerte. Y otra de las razones era que tenía escondida a su hermana, de 30 años, con la que se había recluido en la vieja casa herencia de sus padres. 

Y si ser mujer en Afganistán, le decía Pastuntwo, era ostentar la categoría más baja de aquella sociedad primitiva, más baja era aún si cabe la de su hermana, para quien el burka constituía una prenda más humillante que para cualquier otra mujer: Aidina se había quedado totalmente ciega a causa de la explosión de una maldita mina antipersonas que tuvo la desgracia de pisar. Pastuntwo cogió una mañana aquella degradante y pesada prenda femenina, de color azul celeste, salió al patio y le prendió fuego.

              Desde entonces, había permanecido recluida en la casa, pero él se había propuesto sacarla adelante, darle de comer y que, aunque no fuese más que entre las cuatro paredes de la vivienda, se sintiese persona.

                Durante dos meses, a las 12:00 (PST), lonessain, es decir Lena, fue leyendo estupefacta algo que parecía salido de una narración de Stephen King. Esta, a su vez, les fue comunicando —de lo que estaban totalmente ajenos— lo sucedido en Nueva York y el pánico desatado en todo el mundo así como de los preparativos para la guerra.

El 7 de octubre, día de descanso de Lena, les comunicó que el ataque de Estados Unidos se había desencadenado, algo que pastuntwo corroboró: desde su casa, aquella noche, pudo observar sobre Kabul el intenso bombardeo que se desencadenó y duraría los días sucesivos.

Recuerda que fue entonces cuando comentó a Robert William, su compañero, Jefe de Seguridad de la central, el contacto que mantenía con el país de los afganos. 

—Has sido elegida por tu contacto, y tu obligación como patriota americana —sentenció, mirándola fijamente —es comunicar los conocimientos de los que estás siendo depositaria, a las autoridades.

Lena se quedó pensativa, y por unos instantes en su cerebro, se desencadenó una feroz lucha: la verdadera guerra estaba en su mente, sopesando las consecuencias que podría tener ceder la información que estaba recibiendo (guardada en el disco de su Pentiumcuatro). 

Luego de pensarlo durante unos minutos, se dio cuenta de que, en ella, convergían circunstancias extraordinarias en aquellos momentos cruciales de la Humanidad: norteamericana (por tanto víctima potencial de los criminales), de padres rusos (emigrantes a causa de los soviéticos), judía (pero también amiga de la causa palestina), agnóstica (sin embargo lectora tardía de la Biblia, el Corán y la Torá) y mujer (independiente, liberal, trabajadora y autosuficiente), aparte de considerarse una experta internauta. Y todo aquello, que creía encarnar, estaba en peligro. 


            No lo dudó un instante: a partir del día 8 de octubre, toda la información que Pastuntwo le transmitía se la pasaba, vía intranet, a su compañero Robert. Y así, durante horas, cada día, el amigo afgano alternaba confidencias de su vida —que era de la etnia pasthos (por tanto nada que ver con los estudiantes coránicos talibán); que tenía escondido un viejo radiocassete con unas cintas de música donde se mezclaban canciones jordanas, hindúes y turcas con melodías con la que algunas mujeres bailan la danza del vientre en tugurios de El Cairo para los turistas americanos y europeos—, con datos confidenciales  sobre movimientos de tropas por las calles del zoco de la zona del Cuartel General de la Policía y el Fuerte Hissan, por donde veía pasar las brigadas talibán, el tipo de armamento que llevaban y la dirección que tomaban. 

                 Su idioma materno era el pastún; su religión, y la de su hermana, era la musulmana; pero interpretaban el Corán de manera positiva, porque consideraban que el texto sagrado predicaba la tolerancia, la benevolencia  y el amor al prójimo, al contrario de la Sharia de los intransigentes.

            Algunos días, para desesperación de Lena, las comunicaciones eran pésimas y el Spectrum afgano «se caía». Llegó a obsesionarse de tal manera que tuvo la conciencia de que su propio trabajo pasaba a segundo plano. Cierto día, que tuvo que trabajar en el primer turno, conectó desde los sistemas informáticos de la central. Dado que, en aquellos momentos no podía atenderle, pasó la comunicación a Robert, quien también se encontraba trabajando. Aquel día Pastuntwo comunicó que había observado, desde su puesto de venta, el paso de una caravana de automóviles dirigiéndose a toda velocidad por las solitarias avenidas de Kabul. A pesar de los cristales tintados, pudo ver, perfectamente, a Abdul Assanhi Masheria, uno de los muchos lugartenientes de Osama bin Laden y del Muláh Supremo Talibán.

Otro día, Lonessain recibió la descripción de una serie de pasadizos secretos recorriendo el subsuelo de la capital.

                      Y así, consiguió hacerse una idea de qué estaba ocurriendo. Que los pastún eran enemigos de los talibán. Que los afganos no todos eran unos temibles guerreros barbudos, cubiertos con turbantes negros y abrazados a Kalahnikovs AK-47 incautados a las tropas rusas. Conoció la vida, amarga, de alguien víctima de un régimen de terror. Y su conciencia, si en los primeros momentos le remordía, a medida que pasaban los días iba autoconvenciéndose de la rectitud en su decisión de dar utilidad a la información proporcionada por su ya amigo Pastuntwo, y hasta el 10 de noviembre conectaba y compartía, cuando la información lo requería, directamente en el chat a Robert. El último día, Pastuntwo comunicó que las cosas estaban empeorando en Afganistán, que en los corrillos de los zocos y plazas de Kabul, sobre todo en la Explanada de la Escuela coránica de la Mezquita Central, al lado de la antigua Embajada francesa, se decía que marines americanos estaban a las puertas de la ciudad con rifles "intergalácticos" de rayos infrarrojos, junto a tropas gurkas inglesas blandiendo sables malayos; se decía que las purgas y las violaciones estaban a punto de comenzar; se decía que había caído Mazar-e-Sharif, se decía... se decía...

Aquella noche de horas de comunicación, Pastuntwo se interesó por Lonessain, que siempre había estado a la "escucha" pero de la que, después de dos meses, sabía muy poco. Ésta, que todas las noches acababa la comunicación con el saludo Salam Aleikum, le tecleó con tres palabras quién era: americana, rusa, judía. Por unos largos segundos, el chat permaneció mudo. Ella representaba todo lo que los fundamentalismos odiaban. Temió que había perdido a su amigo para siempre. Pero la conversación continuó. 

Pastuntwo le contestó que, tal vez, no pudiese volver a comunicar con ella. Que las brigadas talibán recorrían las calles, en aquellos días con más intensidad que nunca. Pedía, si algún día aquella pesadilla terminaba, si fuese posible marchar a trabajar a Estados Unidos, quizás en alguna compañía de comunicaciones, para ahorrar dinero y que algún médico atendiese a su hermana.

El 11 de noviembre Lena se levantó tarde. La mañana era fría y desapacible. Desde el río Republican llegaban jirones de niebla que hacían el ambiente gris. Era un domingo como otro cualquiera en Concordia City.

Lena se preparó un tazón de cereales, hojeó los periódicos y se conectó a Internet. A las doce en punto, hora standard del Pacífico, activó la dirección que ya había configurado en su pagina principal del servidor de mensajes —usol— que pastuntwo había elegido para aquel diálogo silencioso. A las doce-cero-cero se quedó fija en la pantalla esperando aparecer el icono que le indicaba la conexión digital a través de las líneas telespaciales. Al cabo de varios segundos, sin embargo, le extrañó que no apareciese nada en pantalla. Comprobó el módem para asegurarse, y sin darse cuenta vio que habían pasado casi diez minutos de la hora convenida. Comenzó a preocuparse cuando, al lado del nombre Pastuntwo, apareció el mensaje «Desconectado». Aquello le pareció más que extraño. Era medianoche en Afganistán, y, nerviosa, llamó a Robert. Éste le dijo que no se preocupase demasiado. A Lena le extrañó aquella contestación displicente del compañero que tan interesado había estado las semanas anteriores. Lena —Lonessain—, se sintió a disgusto y lo intentó una vez más. Pero el mutismo más absoluto aparecía en el monitor del Pentiumcuatro y fue cuando se dio cuenta de que echaba de menos a su amigo ya no tan virtual. Se tendió en la cama y estuvo mirando, a través de la ventana del dormitorio de su apartamento los nubarrones preñados de agua que se cernían sobre las llanuras de Kansas.


Toda la tarde del domingo, hasta bien entrada la madrugada, exhausta, estuvo intentando visualizar aunque no fuese más que una palabra de su amigo. Y el lunes, después de dos horas escasas de sueño, continuó  intentándolo durante todo el día. 

Entonces tuvo una premonición. Conectó la CNN, y pudo verlo con sus propios ojos: una ejecución en el Estadio Nacional de Kabul. Un tiro en la nuca fue lo que recibió el hombre, que las imágenes borrosas de un vídeo doméstico —tal vez clandestino—, mostraron convertido en un guiñapo mientras la multitud permanecía silenciosa en los graderíos.

Por la deficiente megafonía del estadio una voz enronquecida invocaba el nombre de Alá y leía una sentencia a muerte del «espía del diablo americano».

Todavía pudo observar, con lágrimas en los ojos, cómo colgaban el cadáver en un poste en medio del destartalado campo de fútbol. Y se figuró, no podía parecerle más real, a su amigo Pastuntwo —del que no había llegado a conocer su verdadero nombre ni tan siquiera una imagen— vigilado, investigado, detenido —tal vez junto a su hermana ciega—, bárbaramente torturado y, finalmente, ejecutado.

La Alianza del Norte, de la etnia pasthos, enemiga de los talibán, entró en Kabul la mañana del martes 13 de noviembre de 2001.

Robert llamó a Lena y la felicitó. 

Por las calles de Kabul, se veían las primeras mujeres, algunas ya sin burkas, y chavales, muchos chavales corriendo —oliendo la libertad—, acompañando a los Land Rover cargados de aguerridos pastunes, enarbolando banderas verde-blanco-negras de la República de Afganistan.  

Lena se resignó. Se pondría en contacto con un amigo en CRECIENTEYCRUZROJAS, para intentar localizar a Aidina. Haría lo imposible por ayudarla a rehacer su vida en Estados Unidos a la hermana de su amigo. 

Se puso delante del PC para acallar su conciencia; no podía olvidar que había hecho uso de la información recibida sin conocimiento de Pastuntwo aunque Robert le dijo que aquél lo tenía que saber, sin necesidad de habérselo advertido previamente.

             Lonessain hizo, tres días después, viernes, algo que estaba deseando desde tiempo atrás. Descargó de Internet una canción y la envió por correo instantáneo a pastuntwo@usol.net la canción que le había recomendado un amigo sefardí. Y con su corazón, cuando comenzaba la primera luna llena del mes de noviembre, siendo el año 1422 de la Hégira, el 5762 de la Era judía y del Señor de 2001, Lonessain —Lena— envió una hermosa canción en lengua española, aun sabiendo que nadie, más allá del espacio cibernético, la escucharía. Pastuntwo ya no estaba al otro lado. 

Otro despertar, otro amanecer

bajo el cielo de Israel.

Se alejó de mí en un atardecer

                y al decirme adiós, un poco antes de partir,

me entregó su estrella de David.

Cuando aquel mismo viernes Lena se dirigía a su turno en la central nuclear, la luna, en su plenitud, se asomaba, a ratos, entre grandes nubarrones. En medio mundo comenzaba un nuevo periodo cargado de esperanza: el Ramadán.

Mientras conducía su Porsche por la estatal K-9, un coche con las siglas FBAAAI (Oficina Federal de Investigaciones de Actividades Antiamericanas), se dirigía a su apartamento. Ni por un segundo podía imaginar Lena Geesinski que iban a hacerle una visita. Pero no tendría nada que temer. La Libertad, a 12.000 kilómetros de allí, sería Duradera gracias a «Lonessain y Pastuntwo»; y a otros —en el anonimato—, como ellos.

El chat había finalizado para siempre. 

—¡Shalom!, Pastuntwo— musitó Lena, llevándose una mano al corazón, dando un pasito más allá de la amistad—, dondequiera que estés. 

Abrió su mano sobre el rayo láser del Detector de Control de presencia que recorría la palma, leyendo las huellas dactilares, al ingreso en la Central Atómica. Otro turno de noche comenzaba.                      

                                     F I N


  Nota del Autor: 

 

-Lena Geesinski vive (2021) en un lugar indeterminado de Estados Unidos bajo el Protocolo de Testigos con nueva identidad.

-La Operación Libertad Duradera comenzó con la invasión de las fuerzas de la OTAN en 9 de octubre de 2001 arrojando a los talibán del poder... hasta 2021 en que las fuerzas aliadas abandonaron Afganistán y dejaron a su pueblo a merced de un nuevo gobierno talibán.




13.9.21

Que vienen los «júngaros»

Ayer  
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Puede ser una imagen de una persona, cielo y naturaleza


—Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!
El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de tanto en tanto se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir nuestros aburrimientos y rutinas diarias.
Ya sabíamos y nos cuidábamos de no frecuentar los descampados que los visitantes elegían de forma casi unánime para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y procurar hacernos invisibles a aquellos seres misteriosos que acampaban en los alrededores del pueblo.
Pero yo, aquella tarde, a la caída del sol, no pude resistir el acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención nos alertaba y ponía en guardia.
Me lo pensé pero me armé de valor y antes de la noche cerrada me acerqué escondiéndome tras los negrillos de los cercados de San Antón Ermitaño. Según iba aproximándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y esconderme tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que pastaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaba sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente dando paso a una inquietante y hermosa luna en cuarto creciente. Un olor penetrante a carne y pimentón fluía de un perol cercano al fuego. De pronto salió del carro un hombre portando un instrumento que yo jamás había. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho. Se sentó al lado del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores se lo colocó en la cara, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas muy tristes. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto antes. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me dí cuenta de la belleza de la muchacha. El hombre del instrumento rascaba las cuerdas de la pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron convirtiéndose en alegres y rápidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellos sones no podían pertenecer a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas y al ritmo acelerado de la música, ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando las estrellas nacientes, a la luna también, de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con la sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los «júngaros», pero al mismo tiempo excitado de haber descubierto un mundo desconocido para mi.
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees; solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunistas —en ese momento bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más, que me va a oir tu madre y no quiero que crea que te meto historias y chismes en la cabeza.
—Don Matías —el maestro se puso las manos en la espalda, el único de la escuela que no llevaba regla y que por ese importante detalle se había ganado mi confianza. Me miró esperando a ver qué quería —Don Matías, ¿adónde van los júnga… digo los húngaros?
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos; siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, esos seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son ¡zíngaros!. Lo más pobre y desarraigado de aquellos lejanos paises. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado adónde van y eso deberías preguntárselo a ellos. Solo sé que no los detiene ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni frios ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Que parece que huyen, pero que no quieren refugio. Se conforman con vivir…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del paso júngaro. Me sentí decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de las Palomas, camino de Castilla, el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de la cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo, de aquella minúscula célula. El padre músico caminaba con un látigo arreando de las bestias; la mujer, a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, con ansias desconocidas de cruzar tan solo una palabra con aquella niña, pero creo que no, solo me quedó la imagen de ella girando, girando, girando danzando y mostrando su bello cuerpo a las estrellas y al creciente de luna que me quitó el sueño durante varios dias. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya habían cruzado la mía para siempre…

Foto, Miguel Corriols

6.8.21

Gota fría en levante

Hoy mismo, recién llegados a casa mi marido y yo nos vamos a sentar y reflexionar sobre el camino a tomar en nuestro matrimonio. Han sido diez días de vacaciones, en los que ha ocurrido lo que hace escasamente quince ni se me hubiera pasado por la imaginación. 
He de decir que si no lo esperaba tal como se ha desarrollado, sí imaginaba que algo ocurriría: cuarenta y cinco años, veinte de matrimonio, dos hijos en el mundo —volando solos— con un empleo aceptable —jefa de sección en una empresa de componentes electrónicos— a cambio de un sueldo decente, y un piso, ya pagado, montado por todo lo alto pero el matrimonio haciendo agua por todas partes. 
 Y mira por donde, resulta que a mi querido esposo le entró de repente una depresión que es que no quiso ni que le ayudase ni nada, y es que resulta que tiene un negocio a medias, una especie de cartera de



valores, y aunque él juraba y perjuraba que todo estaba bien, no paraba de decirme el yuyu que le entraba leyendo la prensa; y yo, harta de decirle que acudiera a un psicólogo para que no continuase con ese sentimiento de culpa y que le ha repercutido en sus capacidades sexuales. Ha sido el colmo de la paciencia, y ésta se me ha agotado. 
A punto de salir de vacaciones, un día antes de la partida, me dijo que no podía ir, que debía continuar acudiendo a la oficina, a revisar toda la documentación acumulada durante los tres años que hacía que tenía la agencia de depósitos, porque quería estar seguro de que todo estaba en regla. Estás loco, traté de calmarlo, ¿cómo vas a andar revisando todo, a estas alturas, si has actuado con la ley en la mano, los depósitos de los clientes los inviertes y pagas religiosa y puntualmente los intereses acordados? Olvídate y relájate, le dije por activa y por pasiva, encárgalo a tu socio —en ese momento puso cara de asombro y enarcó exageradamente las cejas—. Es más, te prometo que al regreso, yo misma te ayudo: nos metemos en la oficina y revisamos todo hasta quedar completamente convencido de tu honestidad y transparencia. Pido excedencia en mi trabajo para ayudarte, cariño, pero vámonos de vacaciones como teníamos programado. No hubo manera. 
Con las maletas preparadas y el mapa —nosotros somos de los de «carretera, manta y Visa»—, el frigorífico lleno de alimentos para los niños —18 y 19—, y comida para “Perki” nuestro gato siamés, allí estaba yo como una tonta, en mitad del pasillo, rodeada de maletas, y mi maridito en plena crisis de histerismo maníacodepresivo, viéndose, ya, bajando la rampa y entrando en la Audiencia Nacional, para salir camino de la prisión Ocaña II, procesado por estafa monumental. Les puedo prometer que no he visto la película, ni sé con absoluta certeza de qué trata, pero les aseguro que la imagen de Thelma y Luise, a bordo de un automóvil, cruzando los Estados Unidos, pasó por mi mente. Convoqué a mi marido y se lo planteé: tú te metes en la oficina asegurándote de no estar cometiendo ningún delito y yo, si no te importa, me voy, según lo previsto, sola, a pasar unos días de descanso tal y como teníamos planeado. Se le iluminó la cara por un instante. Sonrió y me dio un beso, me dijo que me fuera tranquila, que pasase los diez días lo mejor que pudiera, que no me preocupase por nada, y que me llamaría al móvil, caso de que hubiese solucionado todo. Yo quedé en que le llamaría regularmente para que supiese por dónde andaba. 


Así que, dicho y hecho: en menos de media hora me encontraba conduciendo por la circunvalación M40 en busca de la salida de la ciudad, y aunque no lo tenía muy claro, decidí salir zumbando hacia la costa, por lo que, en cuanto enfilé la nacional III, me arrellané en el asiento y apreté el acelerador, procurando alejar los pensamientos que, sin querer, habían anidado en mi cerebro. Al cuerno, me dije, si mi marido tiene complejos de culpabilidad yo no voy a caer en ellos así que, adelante. 
 Los kilómetros y la carretera pasaban y casi sin darme cuenta, me encontré con una bifurcación, e inmediatamente tomé la decisión de evitar las aglomeraciones y opté por desviarme más hacia el sur, por ejemplo, Alicante. Paré a repostar gasolina y, de paso, entré en un restaurante de carretera para almorzar. Dejé a medias el gazpacho y la trucha rellena que me pusieron como plato del día. Primera llamada a la oficina y en pocas palabras mi marido me dio largas; estaba enfrascado, y le comuniqué cuál era mi ruta. 
A medida que discurrían los kilómetros me pregunté si habría hecho bien en dejarlo solo cuando, quizá, más me necesitaba. De acuerdo que las informaciones de los últimos días respecto a la estafa del siglo, como empezaba a denominar la prensa la desaparición de treinta mil millones de la agencia de valores Mascartera, era para ponerse las barbas a remojar y atarse bien los machos, pero la Mascartinver, la empresa que dirigía mi marido, era de toda solvencia y en la Bolsa era todo de una gran claridad, con una lista de inversionistas —pequeña— pero de absoluta confianza, como tantas veces había escuchado comentar a mi marido, aunque cada vez que hablaba de su socio y consejero delegado, a mi marido se le ponía un mohín que me resultaba sospechoso. En fin, a lo hecho, pecho, porque yo me vaya sola de viaje tampoco se va a hundir el mundo. Me considero una mujer liberada, y había llegado el momento de demostrármelo a mi misma. Sola, joven —bueno, madurita—, de economía autosuficiente, ¿por qué no unas pequeñas vacaciones?. 
Dejé atrás sin darme cuenta, Albacete donde decidí dejar la autopista e internarme por el pequeño laberinto de carreteras nacionales y autonómicas. Me sentía satisfecha, pues por vez primera en veinte años de matrimonio, era la primera vez que, en algo tan simple como viajar en automóvil, yo misma era la que tomaba las decisiones: cuándo y por dónde desviarse; dónde parar y dónde comer o dormir. Y no como hasta entonces que sólo le servía a mi marido para encenderle los cigarrillos cuando conducía, echar un vistazo al mapa de carreteras y preguntar en los hoteles si había habitación. Y ahora era todo de mi absoluta responsabilidad. Como en mi trabajo. 
La carretera serpenteante, de pronto se vio invadida por automóviles que se cruzaban o me precedían y seguían. El paisaje comenzó a llenarse de urbanizaciones que aparecían y desaparecían entre los pinares que llenan las escarpadas crestas de la cadena mediterránea. El aire, a través de la ventanilla, me traía aromas a naturaleza y a mar. Estaba absorta en la vista del paisaje, largamente añorado durante todo el año, cuando un chirrido agudo de neumáticos me hizo volver a la realidad. Llegó a mis oídos, luego a mi cerebro y en una fracción de segundo vi que el coche que iba delante estaba parado. Sólo pude pisar a fondo el pedal del freno y el coche también se quejó: lanzó un largo y agudo grito en forma de rodada sobre el asfalto. Me quedé a una cuarta del coche delantero. Incluso pude ver los ojos del conductor que se clavaban en los míos, a través de su espejo retrovisor. El corazón se me subió a la garganta, pensando en lo que había estado a punto de ocurrir. 
Cuando el semáforo cambió al verde, el primero que veía desde que salí de Madrid, me abroché el cinturón de seguridad, aunque a los pocos minutos de continuas bajadas y curvas me encontré frente a un espectáculo conmovedor: Sobre la playa, en la lejanía, resaltando el horizonte del mar, una inmensa mole calcárea, elevándose 400 ó 500 metros y con unos colores y contraluces producidos por los rayos del sol, cayendo casi en horizontal, dando un aspecto totémico, dominando el mundo a sus pies. Continué descendiendo las pendientes de Aitana, atravesando rotondas, mientras leía los numerosos anuncios de urbanizaciones y negocios, escritos en varios idiomas predominando el alemán. Había ocurrido lo previsto; como en una ruleta, la fuerza centrífuga había cesado llegando al final de mi destino. 
Frené junto al acerado de las primeras casas del pueblo ante un panel informativo. Hoteles, hoteles y hoteles. Sin dudarlo, me dirigí hacia el puerto mientras el Peñón de Ifach iba agigantándose y perdiendo la perspectiva que había advertido desde la lejanía. Ahora el «peñal» lo dominaba todo y mirando a su cumbre, desde sus mismos pies, me sentí como una hormiga, a su capricho. En el puerto de Calpe estacioné el coche y encontré un hotel —el Nuevas Hébridas—, donde conseguí la única habitación libre, con vistas a la bahía desde el 8º piso. 
Decidí comunicarlo a mi esposo, aunque, como hacía a menudo, preferí escribir un mensaje a su móvil, con los datos del alojamiento. Algunos barcos pesqueros entraban por la bocana, y en la playa, situada a poniente, algunos bañistas apuraban la última hora de la caída del sol, mientras un socorrista de la Cruz Roja arriaba una pequeña bandera roja.

 
Sin dudarlo, me desnudé y me puse el biquini que me había comprado un par de días antes. En la bolsa de playa metí lo normal: las cremas y filtros solares, la toalla, el tabaco y una gorrita de mi marido. Dudé un instante pero, finalmente, decidí dejar el móvil recargando en la habitación. El recepcionista me saludó y miró su reloj. Comenzaba a declinar la tarde y no podía desaprovechar un minuto. Atravesé la calle y a través de una pasarela de madera sobre la playa me dirigí hasta la misma orilla. Las olas se estrellaban contra la arena. A mí me parecieron pequeñas, en comparación con las olas del Cantábrico, y deduje que la bandera de prohibición habría ondeado por cualquier otra causa. Dejé los bártulos sobre la arena y me sumergí en el agua. 
Un año soñando con aquel momento. El agua estaba templada; las olas me arrastraron para dentro, y entonces fue cuando me di cuenta del peligro que alertaban con las banderas. No me ocurrió nada pero tuve conciencia de que yo era de tierra adentro y de que al mar hay que tratarlo con respeto. Estuve nadando un buen rato, haciendo pie en todo momento hasta que me di cuenta de que la playa se estaba quedando vacía, así que decidí salir. Lo hice y cogí la toalla con la que estuve secándome aunque el viento de levante era cálido y no sentí la menor sensación de frío. 
Estaba restregándome la espalda que me picaba por el salitre y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron. Estaba echado sobre una gran toalla y me ruboricé pues el descarado no apartaba su mirada. Hice memoria pues aquella misma mirada la había visto antes. Claro, era la del automovilista con quien estuve a punto de tener un choque en la bajada de la sierra de Aitana. El caso es que en las décimas de segundo que lo observé, pude apreciar la figura de su cuerpo, en una posición tal que parecía estar completamente desnudo. Era de constitución atlética, aunque sin exagerar, acostado sobre la toalla y su cabeza ladeada, apoyada en su antebrazo derecho. Se notaba que no era su primer día de playa. Bronceado, el pelo negro, y con uni bañador minúsculo que se le introducía entre sus glúteos, de ahí que me pareciera, en principio, que estaba desnudo. Yo continué secándome, aunque el corazón parecía salírseme por la garganta. Parecía mentira que aquella mínima cantidad de tela de su bañador —azul— marcase la diferencia entre la desnudez total y el traje de baño políticamente correcto. Acabé de secarme y recoger las cosas; no sabía si sentarme e iniciar un pequeño escarceo —por qué no, si tenía todas las “quejas” de mi marido al respecto—, o salir de allí y dirigirme al hotel. 
Yo no me considero una mujer ligera, o casquivana, qué va, todo lo contrario, incluso tengo fama de puritana, me he considerado siempre una mujer con la cabeza sobre los hombros, con mucho contacto profesional con hombres en mi trabajo, y jamás he sentido la menor intención de tontear con nadie. Pero aquello era diferente. Desde el dichoso asunto de Mascartera, mi marido estaba lo que se dice «missing», pasaba olímpicamente de mí, y lo peor es que yo había intentado animarlo, pero él lo había evitado, por no decir despreciado. Y ahora yo, allí, sola, en una playa también solitaria, rodeada de bloques de apartamentos, y un tipo, por qué no decirlo, cachas mirándome fijamente. Lo observé de soslayo al tiempo que se incorporaba de un salto. Yo también me quedé mirándolo y vi que lo que me parecía un escandaloso tanga o un mínimo triángulo de tela cubriendo también lo mínimo indispensable, no era sino un bañador de lo más modoso que en aquel momento se lo desenrollaba triangularmente por la parte delantera desde las mismas ingles. Me dio tiempo a observar lo dotado que estaba. A continuación se lo extrajo de su trasero y sin que me diera cuenta estaba a dos pasos escasos de mí, sonriendo y tendiéndome su mano, que dejé en el aire mientras le miraba extasiada sus pectorales, brazos y piernas completamente desprovistos de vello. 
—Hola, me llamo… 
—No me interesa —acerté a contestar, intuyendo que no me había reconocido. 
—Bueno mujer, no te pongas así. Te he visto salir del hotel —era un poco más alto que yo y el salitre se le había cristalizado en su cara dándole un aspecto de niño travieso—. Así que somos vecinos, porque también me alojo allí. 
—Pues qué guai —me estaba saliendo la actitud sarcástica que tan bien me iba, aunque mi corazón latía con violencia. Comencé a caminar hasta la zona de chiringuitos, mientras él recogía sus escasas pertenencias —toalla, cajetilla de tabaco y poco más— y noté que, en un santiamén, se colocó de nuevo a mi lado. Por primera vez me sentí indefensa ante un hombre de no más de veintiocho años—. Pero he de dejarte pues quiero continuar sola —mentí, pudiendo haberlo alejado con sólo mencionar a mi marido. Pero no lo hice. En el ascensor me dijo su nombre, y yo le dije el mío. 
 —Te espero a las diez en punto en la puerta. Te invito a una mariscada —dijo mientras salía del ascensor en el 4º piso, sin darme tiempo a reaccionar y declinar el ofrecimiento. 
En mi habitación, mientras dejaba caer el agua de la ducha, justamente tibia, sobre mi cuerpo, no dejaba de darle vueltas a aquel pequeño incidente que, lejos de molestarme, me agradaba, con una sensación de pequeña aventura en ciernes, pero con el firme propósito de ir caminando siempre sobre lugar seguro. De ello me encargaría yo. Qué demonios, la cosa no era tan grave. De la maleta extraje un vestido verde, el más llamativo que tenía. Me dejé el pelo suelto —previo toque de gomina— y me puse zapatos de tacón. Me miré en el espejo de la habitación y hube de estirarme el vestido que me llegaba escasamente hasta la mitad de mis muslos. La verdad es que no aparentaba los cuarenta y cinco años que especificaba mi «denei», y mis pechos podían competir en turgencia y firmeza con cualquiera de las chavalas que pululaban por playas y ciudades, así que decidí dejar el sujetador «olvidado» en la maleta. A las diez y cinco, con calculada impuntualidad, bajé al vestíbulo con la esperanza de que no estuviera allí, pero con el deseo y la sensación de que no estaría mal cenar con alguien conocido. Allí estaba, cuidadamente despeinado, tejanos desgastados y camisa «polo» azul claro pegada a su torso resaltándolo con provocación. Me sonrió luciendo una dentadura perfecta, y yo le contesté de la misma manera. Entregué la llave a la recepcionista. Durante unos segundos nos quedamos uno frente al otro sin decir palabra, como si se tratara de la primera vez que nos veíamos después de mucho tiempo. —Te voy a llevar a cenar a un sitio que te va a gustar.¿De acuerdo? —Vale, debo estar loca de remate —dije espontánea mientras esbozaba la mejor y más pícara de mis sonrisas. La verdad es que no hacíamos mala pareja, aunque se notaba que él era más joven que yo aunque no lo suficiente para ser mi hijo ni lo suficientemente mayor para resultar una pareja convencional. Me asaltó la idea de sensación de ridículo al venir a mi mente la palabra «gigoló», que era lo que me parecía. O que alguno de mis subordinados, habituales de aquel lugar de vacaciones, me viese. En fin, sumida en estos pensamientos, entramos en un restaurante, sospechosamente vacío, alejado de las marisquerías portuarias repletas de veraneantes. El camarero nos colocó en el extremo del comedor más cercano al agua del mar con una espléndida vista del Peñón de Ifach. 
 —Es impresionante, ¿verdad? —Cierto. Me ha dejado alucinada cuando llegué esta tarde. El camarero, a nuestro lado, encendió una vela en el centro de la mesa y nos preguntó qué íbamos a cenar. Yo miré a mi acompañante y le pedí tomar la decisión por mí. 
—Una mariscada extra, especial de la casa, para compartir —me dirigió una mirada cómplice y picarona—. Y para beber, blanco, Marqués de Alella, a no más de doce grados, por favor. 
 Me dejó admirada su seguridad, impropia de un hombre tan joven. Comenzó a contarme que era piloto de helicóptero, destinado en la base de Alicante, y que se dedicaba en verano al rescate de montañeros en apuros que no podían con el Peñón. Aquel día y el siguiente eran sus días de descanso. Me contó un montón de anécdotas de rescates —había perdido la cuenta en los que participó—, como cuando tuvieron que recoger a un excursionista que amenazaba con arrojarse desde la pared sur, a doscientos metros en vertical, si su novia, decía a voces en alemán, no volvía con él. Finalmente, en vista de que no recuperaba la cordura y la noche se echaba encima, lo rescataron inyectándolo un somnífero en plan «Selva del Orinoco», o sea, disparando una jeringuilla hipodérmica cargada de pentotal sódico con una cerbatana, desde el mismo helicóptero. Aquel jovencito me tenía deslumbrada. En veinticuatro horas una servidora había pasado de escuchar llantinas del «broker» de mi marido sobre inversiones, inversionistas, descapitalización y otros conceptos para mí absolutamente desconocidos en nuestro piso al lado del Manzanares, a estar dando buena cuenta de unos bogavantes, langostinos y «carabineros morunos» regados con un vino exquisito que no se notaba al entrar, acompañada de un pedazo de tío contando historias increíbles sobre el Peñón de Ifach, allí presente sobre nuestras cabezas. Era real. No tomamos postre. 
Pagó, empeñado en ello, y salimos a la brisa del paseo. Por una carretera solitaria, iluminada por unas farolas, nos encaminamos, en silencio, bordeando el mar, hasta que un cartel nos impidió continuar. Las olas chocaban rítmicamente contra las rocas, produciendo un sonido estruendoso. Los dos nos paramos y, con su ayuda, subí a las piedras de la escollera para mirar el espectacular paisaje nocturno. La luna, casi llena, en lo alto, se reflejaba sobre la ensenada. Y al fondo, a lo lejos, lo que me pareció Altea. A nuestras espaldas, el Peñón parecía precipitarse sobre nosotros. 
La cabeza comenzó a darme vueltas y sentí que caía suavemente sobre sus brazos. Por un instante nuestros rostros permanecieron a medio palmo durante cinco segundos exactamente. Me dejó suavemente de pie en el suelo y tomándome de la mano dijo: 
—Vamos, es tarde. 
Caminamos en silencio hacia el hotel, entramos y el recepcionista nocturno levantó la vista entregando nuestras respectivas llaves. Nos dio las buenas noches y entramos en el ascensor. No hubo palabras. Ni miradas. Pulsó el botón numero 8, y yo me dejé conducir como una chiquilla. Me encontraba eufórica por dentro. A la segunda, acerté con la llave. Ya no hubiera aceptado otra cosa. Los dos entramos en la habitación y de pie, uno frente al otro, me abrazó y buscó mi boca, ansiosamente, casi con violencia, con la suya. Yo la abrí y nuestras lenguas se fundieron durante largos segundos. Inmediatamente sentí cómo sus manos buscaban en mi espalda los tirantes del leve vestido que, sin esfuerzo ninguno, se deslizó hasta el suelo. Se arrodilló ante mí y buscó mis pechos con su boca. Creí enloquecer, mientras trataba de despojarlo de su camisa que no atinaba a sacarle por la cabeza. Se incorporó como un animal y me arrojó con violencia sobre la cama. De un manotazo me arrancó las bragas y de pie, despeinado, se despojó de los pantalones. Yo le miraba y me sorprendí a mi misma emitiendo un ronroneo que surgía de mi garganta. Estaba presta para todo lo que hiciera falta, había perdido la cabeza. Mañana sería tiempo para los arrepentimientos. Pero en esos momentos estaba dispuesta a deshacerme de todos los prejuicios acumulados en tantos años de matrimonio, vengándome con aquel cabrón que estaba dispuesto a abalanzarse sobre mí. Desnudo, parecido a una escultura griega, pleno en toda su belleza, lo vi dirigirse hacia la pequeña nevera y sacar un botellín de cava. En unos segundos lo descorchó y vertió un chorro a través de mis pechos, dejando que se deslizara hacia la concavidad del ombligo. Ni que decir tiene lo que hizo a continuación. Aquello era, no me cabía la menor duda, el séptimo cielo. 
 En el camino, casi llegando a la cima, sentí un pequeño zumbido que, al principio, sólo me desvió mínimamente la atención, pero después de varios segundos acabé por reaccionar y reconocer el sonido: el móvil estaba comenzando a emitir las notas machaconas del «No cambié, no cambié» de una cantante cutre que mi hija había instalado de coña en mi teléfono celular. Era medianoche, sonaba el móvil y yo estaba a punto de echar un polvo con un desconocido en la habitación de un hotel. A duras penas conseguí coger el maldito cacharro de la mesilla, donde estaba recargando. 
—Sí... —contesté con una débil voz que surgió de mi garganta, mientras mi macho continuaba su trabajo. 
 —¡Hola, cariño! —la voz de mi marido me hizo aterrizar—. ¡Buenas noticias!, no tengo de qué preocuparme. Está todo en orden en la Agencia. Esto no es un «chiringo financiero» y la Bolsa me ha comunicado que contamos con todas las bendiciones. Así que soy todo tuyo. 
 —Muy bien. Ya sabes dónde estoy —logré articular esforzándome en que no se notaran a través del auricular las cosas en las que estaba inmersa—. No vemos mañana, querido. 
 —¿Cómo que mañana? —la voz se agudizó y se elevó de tono—. Del alegrón que tengo, conseguí un billete de avión esta misma tarde. Y he llegado a Alicante, a Calpe y al Nuevas Hébridas. ¿Y sabes dónde me encuentro ahora?: enfrente de tu habitación, la 814. 
 En ese mismo momento sonó en la puerta un toque característico que yo conocía muy bien: “tiic-tic-tic-tic-tiic, toc-toc”, mientras yo me incorporaba dando un empujón al mamón que todavía consumía las últimas gotas de cava de la copa de mi ombligo. En fracciones de segundo, que son las que deciden el curso de la Historia, decidí pasar de la típica escena de película empujando al amante con un hatillo de ropa interior bajo el brazo, camino del cuarto de baño, de la terraza o del armario. En lugar de eso, puse en marcha el plan «paso adelante»: acaricié a mi «machito» en la espalda haciéndole un gesto de tranquilidad para que permaneciera en la cama. Susurró qué zorra eres. 
Desnuda, me dirigí a la puerta. Estaba a oscuras y, al abrir, descubrí a mi marido con una sonrisa de oreja a oreja. A su lado, un pequeño bolso de viaje. 
 —Hola, querido —le eché un vistazo de arriba abajo con una mirada que hacía tiempo que no tenía—. Mañana te lo puedo explicar todo. Si quieres, podemos tomar las mejores decisiones para los dos. Pero no quiero perder tiempo divagando. Estoy con un tío en la cama. Tú verás. Mi todavía marido se me quedó mirando fijamente. Esbozó una amplia sonrisa. 
 —Bueno, ya hablaremos —dijo con una voz ligeramente ronca—. ¿Me aceptáis ahora, ya? 
 Me aparté y entró. Sin encender la luz, hice las presentaciones. Aún quedaba cava en el frigorífico para brindar los tres... o lo que fuese menester. 
 Y esta es la historia. Recién llegados de vacaciones hoy mismo estamos pensando en los trámites de separación. La verdad es que no lo pasamos mal, el piloto nos puso en órbita a los dos, pero creo que mis sentimientos de culpabilidad no me dejan en paz. Mi marido regresará a su trabajo de la cartera de inversiones y está de acuerdo con el divorcio. Creemos que es lo mejor. Yo seguiré en la Compañía de microchips. Lo de Calpe fue una pasada. No hemos expresado el mínimo comentario. Y ustedes perdonen, pero les aseguro que soy una puritana. No les quepa la menor duda. «Perki» ya no quiere dormitar sobre mis piernas, y mis hijos han dejado el frigorífico vacío. 
(Continuará)

                                          F I N

Armas negras y almas blancas

Cuchillos En menos de una semana los cuchillos han salido a relucir, por diversos motivos, sí, pero como instrumento mortal. Una de las arma...