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16.12.25

MIEL PARA MOSCAS

Estaba recostado para ser rasurado y depilado todo su cuerpo. Mientras el barbero real cumplía su misión, el dios, con los ojos cerrados elucubraba y hacía planes de futuro. Acababa de llegar al trono de la tierra de Sekmet y consideraba que había al fin llegado su hora. El cuerpo del dios iba poco a poco siendo desprovisto de todo rastro de vello superfluo; primero era la cabeza, las cejas y pestañas, eliminado todo rastro de impureza. El escribano y consejero Ammyt, servidor de Ra, escuchaba, asentía y escribía en un papiro atento a las palabras del dios. En la cámara real se escuchaba el trino de los pájaros en los jardines y el suave raspado de la hoja de afeitar y las cremas exfoliantes. Eran las palabras del Señor de las Dos Tierras para ser transcritas:
—Sean retirados todos los vestigios de la reina. Retírense los bustos de la mujer que ejerció como faraón de la Capilla Roja del Templo de Karnak. Prohibida sea su mención entre uno y otro confín de la tierra negra de Egipto, que desaparezca su recuerdo. Es voluntad de mi divina persona que toda alusión escrita o pintada en la sagradas paredes de cualquier templo o estela, muro o pedestal, sea arrancada la piedra o esmaltes que hasta ahora han representado a la reina usurpadora —levantó su dedo índice— que los dioses la olviden por toda la eternidad y la dejen en la sima del Inframundo. En su lugar se restituyan, es mi voluntad y mi orden a los tallistas y pintores o arquitectos, los nombres de mi real padre y mi real abuelo, los dioses Tutmosis II y I. 
El dios hijo y nieto —Tutmosis III— elevado al trono de las Dos tierras, abrió lo ojos y ordenó detenerse al barbero real con un gesto. Aún le faltaba ser rasurado y afeitado el resto del cuerpo que el faraón mostraba desnudo sobre la camilla. Miró con reprensión al escriba, quien parecía dudar. 
—Mi señor ¿hemos de remover la tumba de la... y arrojar sus restos a las alimañas del desierto? —se atrevió a preguntar dubitativo el fiel Ammyt deteniendo el cálamo sobre el papiro. 
—No —zanjó tajante el dios Tutmosis—. Es mi voluntad seguir las enseñanzas del sagrado Libro de los muertos; el cuerpo está ya en manos de Annubis, su alma ha sido pesada por Osiris y su destino ha de ser el vagar eternamente en el Amenti. Es el destino de la usurpadora. 
—Mi señor y dios de Egipto... —el escriba sentía necesidad de hablar; bajó la mirada y dejando el cálamo, extendió implorando las dos palmas de sus manos hacia el faraón— si me permite mi señor hacer notar a este humilde siervo... 
—Detente, mi buen escriba, tu insolencia me irrita —Tutmosis III hizo un gesto para que el barbero real continuara el proceso de eliminación del vello corporal del faraón. Los pectorales del dios, oscurecidos por una leve pilosidad, se convertía en una suave piel cuando el barbero lo rasuraba y le ungía con suave aceite de coco del desierto líbico.— Sean mis palabras ley que todo mi pueblo ha de cumplir. —Pero mi Señor, dueño y dios del alto y bajo Egipto —el escriba humilló la cabeza temiendo la ira por aquella recalcitrante y osada insistencia—. Ha de saber mi señor que el alma humana es, muchas veces, previsible, que las energías gastadas en eliminar todo vestigio de memoria es muchas otras tantas veces como miel para las moscas y los intentos de obligar al pueblo para olvidarse del enemigo, el pueblo lo considera, por contra, un acicate, y cabe la posibllidad de que el pueblo en lugar de olvidar para siempre, recuerde también para siempre, sin lograr los objetivos previstos. 
Se hizo un silencio aplastante en la cámara real del templo de Tebas. El barbero detuvo la cuchilla a punto de comenzar a rasurar el divino sexo de Tutmosis; el escriba contuvo la respiración. El faraón enarcó el lugar que minutos antes habían ocupado las cejas. Parpadeó sin pestañas. Se incorporó y su cuerpo a medias exento de vello refulgió brillante cuando los rayos solares incidieron en su divino cuerpo. Este levantó las palmas de las manos en actitud de hablar. 
—No me mueve la venganza hacia la usurpadora y maldita Hatshepsut. Nunca ha sido esa mi intención puesto que la venganza es impropia de Nos, los dioses —Tutmosis III, llamado también Menjeperra Dyehuthymose amagó un gesto de condescendencia hacia su ministro escribano para que no tomara sus palabras ni siquiera para recogerlas negro sobre blanco—. Mi divinidad no necesita la venganza... sino el propio aprovechamiento interesado de la Maldición de su Memoria. Necesito que mi pueblo hable, murmure, cabile, rumíe, difame, ajuste sus cuentas personales entre sí o, en la intimidad, adore y añore a mi antecesora, usurpadora y profanadora de la corte divina de Egipto; que la memoria de la reina que ejerció como faraón de forma blasfema sea como tú mismo has dicho: miel para las moscas; es decir, ¡prohibamos para que el pueblo de Egipto ignorante, añore y desee! Que el simple recuerdo de la usurpadora Hatshepsut sea la yesca que proporcione del pedernal la llama del odio entre el pueblo para encender los espíritus a favor y en contra. Necesito ese tiempo estéril de cuitas del pueblo, para hacer a Mi real gusto un pais que extienda los dominios más allá del desierto y de las fuentes del Nilo. 
Hizo un breve gesto Tutmosis III, y el escriba se retiró sin dar la espalda al señor de Egipto desapareciendo tras la puerta de la cámara privada. 
El barbero, sordo y mudo, encargado durante años de rasurar los cuerpos de los dioses y sus esposas reales, así como de los sacerdotes del templo —su lengua había sido cercenada y sus tímpanos taponados con brea hirviente para hacerle testigo fiable— tomó con delicadeza el diminuto y fláccido miembro viril del dios faraón Tutmosis el Conquistador, y comenzó a rasurarlo con especial tiento y mimo.
«Tutmosis III, vida y muerte gloriosa» 
(Meret-Nefer, cronista de la corte de Amenofis II)

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Estaba recostado para ser rasurado y depilado todo su cuerpo. Mientras el barbero real cumplía su misión, el dios, con los ojos cerrados elu...