—Sean retirados
todos los vestigios de la reina. Retírense los bustos de la mujer que ejerció
como faraón de la Capilla Roja del Templo de Karnak. Prohibida sea su mención
entre uno y otro confín de la tierra negra de Egipto, que desaparezca su
recuerdo. Es voluntad de mi divina persona que toda alusión escrita o pintada en
la sagradas paredes de cualquier templo o estela, muro o pedestal, sea arrancada
la piedra o esmaltes que hasta ahora han representado a la reina usurpadora
—levantó su dedo índice— que los dioses la olviden por toda la eternidad y la
dejen en la sima del Inframundo. En su lugar se restituyan, es mi voluntad y mi
orden a los tallistas y pintores o arquitectos, los nombres de mi real padre y
mi real abuelo, los dioses Tutmosis II y I.
El dios hijo y nieto —Tutmosis III—
elevado al trono de las Dos tierras, abrió lo ojos y ordenó detenerse al barbero real con un
gesto. Aún le faltaba ser rasurado y afeitado el resto del
cuerpo que el faraón mostraba desnudo sobre la camilla. Miró con reprensión al
escriba, quien parecía dudar.
—Mi señor ¿hemos de remover la tumba de la... y
arrojar sus restos a las alimañas del desierto? —se atrevió a preguntar
dubitativo el fiel Ammyt deteniendo el cálamo sobre el papiro.
—No —zanjó
tajante el dios Tutmosis—. Es mi voluntad seguir las enseñanzas del sagrado
Libro de los muertos; el cuerpo está ya en manos de Annubis, su alma ha sido
pesada por Osiris y su destino ha de ser el vagar eternamente en el Amenti. Es
el destino de la usurpadora.
—Mi señor y dios de Egipto... —el escriba sentía necesidad de hablar; bajó la mirada y dejando el cálamo, extendió
implorando las dos palmas de sus manos hacia el faraón— si me permite mi señor
hacer notar a este humilde siervo...
—Detente, mi buen escriba, tu insolencia me irrita —Tutmosis III hizo un gesto para que el barbero real
continuara el proceso de eliminación del vello corporal del faraón. Los
pectorales del dios, oscurecidos por una leve pilosidad, se convertía en una
suave piel cuando el barbero lo rasuraba y le ungía con suave aceite de coco del
desierto líbico.— Sean mis palabras ley que todo mi pueblo ha de cumplir. —Pero
mi Señor, dueño y dios del alto y bajo Egipto —el escriba humilló la cabeza
temiendo la ira por aquella recalcitrante y osada insistencia—. Ha de saber mi
señor que el alma humana es, muchas veces, previsible, que las energías gastadas en
eliminar todo vestigio de memoria es muchas otras tantas veces como miel para
las moscas y los intentos de obligar al pueblo para olvidarse del enemigo, el
pueblo lo considera, por contra, un acicate, y cabe la posibllidad de que el
pueblo en lugar de olvidar para siempre, recuerde también para siempre, sin
lograr los objetivos previstos.
Se hizo un silencio aplastante en la cámara real
del templo de Tebas. El barbero detuvo la cuchilla a punto de comenzar a rasurar
el divino sexo de Tutmosis; el escriba contuvo la respiración. El faraón enarcó
el lugar que minutos antes habían ocupado las cejas. Parpadeó sin pestañas. Se
incorporó y su cuerpo a medias exento de vello refulgió brillante cuando los
rayos solares incidieron en su divino cuerpo. Este levantó las palmas de las
manos en actitud de hablar.
—No me mueve la venganza hacia la usurpadora y
maldita Hatshepsut. Nunca ha sido esa mi intención puesto que la venganza es
impropia de Nos, los dioses —Tutmosis III, llamado también Menjeperra
Dyehuthymose amagó un gesto de condescendencia hacia su ministro escribano para
que no tomara sus palabras ni siquiera para recogerlas negro sobre blanco—. Mi
divinidad no necesita la venganza... sino el propio aprovechamiento interesado
de la Maldición de su Memoria. Necesito que mi pueblo hable, murmure, cabile,
rumíe, difame, ajuste sus cuentas personales entre sí o, en la intimidad, adore
y añore a mi antecesora, usurpadora y profanadora de la corte divina de Egipto;
que la memoria de la reina que ejerció como faraón de forma blasfema sea como tú
mismo has dicho: miel para las moscas; es decir, ¡prohibamos para que el pueblo
de Egipto ignorante, añore y desee! Que el simple recuerdo de la usurpadora
Hatshepsut sea la yesca que proporcione del pedernal la llama del odio entre el
pueblo para encender los espíritus a favor y en contra. Necesito ese tiempo
estéril de cuitas del pueblo, para hacer a Mi real gusto un pais que extienda
los dominios más allá del desierto y de las fuentes del Nilo.
Hizo un breve
gesto Tutmosis III, y el escriba se retiró sin dar la espalda al señor de Egipto desapareciendo tras la puerta de la cámara privada.
El barbero, sordo y mudo,
encargado durante años de rasurar los cuerpos de los dioses y sus esposas
reales, así como de los sacerdotes del templo —su lengua había sido cercenada y sus tímpanos taponados con brea hirviente para hacerle testigo fiable— tomó con delicadeza el
diminuto y fláccido miembro viril del dios faraón Tutmosis el Conquistador, y
comenzó a rasurarlo con especial tiento y mimo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario